Читаем La piel del tambor полностью

Para tratarse de una monja, el tono de Gris Marsala resultaba poco piadoso al referirse a los difuntos. Lo andaban buscando, parecía el mensaje implícito. Quart reprimió una mueca sarcástica, preguntándose si también ella obtenía oportunas absoluciones del padre Ferro. Pocas veces encontraba uno rebaños tan fíeles al pastor.

– Imagínese -Quart miraba los andamios, suspicaz- que usted no tiene nada que ver con esta iglesia, y yo le digo: hola, buenas, hágame el informe técnico.

La respuesta llegó inmediata, sin la menor vacilación:

– Vieja y descuidada, pero no en ruina. Casi todos los daños están en los revestimientos, por la humedad filtrada a través del mal estado de las cubiertas. Pero eso ya lo hemos resuelto retejando con cal, cemento y arena; casi diez toneladas de material subidas a quince metros de altura, con estas manos -Gris Marsala las agitaba ante Quart: encallecidas, fuertes, con uñas cortas, rotas, incrustadas de yeso y pintura- y las del padre Óscar. A su edad, don Príamo ya no está para andar por los tejados.

– ¿Y el resto del edificio?

La monja se encogió de hombros:

– Puede sostenerse si logramos terminar las obras esenciales. Una vez eliminadas las goteras estaría bien consolidar las vigas de madera, que en algunos sitios están podridas por ataques de termitas a causa de la humedad. Lo ideal sería sustituirlas, pero carecemos de presupuesto -hizo el gesto de contar dinero con el pulgar y el índice y lo concluyó con un suspiro de desaliento-… Eso en cuanto al edificio. Respecto a la ornamentación, es cosa de restaurar poco a poco las partes más dañadas. Para las vidrieras, por ejemplo, he encontrado un recurso. Un amigo químico que trabaja en un taller de vidrio artesanal se ha comprometido a fabricar gratis piezas de color que sustituyan a las que se perdieron. El procedimiento es lento, porque aparte de la fabricación debemos restaurar el emplomado. Pero no hay prisa.

– ¿De veras no la hay?

– No, si conseguimos ganar esta batalla.

Quart la miró con interés:

– Parece una cuestión personal.

– Es una cuestión personal -admitió ella con sencillez-. Me quedé aquí para eso. Vine a Sevilla intentando resolver algunos problemas, y en este lugar hallé la solución.

– ¿Problemas profesionales?

– Sí. Una crisis, supongo. Ocurre de vez en cuando. ¿Tuvo ya la suya?

Quart negó con la cabeza, cortés, con el pensamiento en otra parte. He de pedir su ficha a Roma, anotaba mentalmente. Cuanto antes.

– Hablábamos de usted, hermana Marsala.

Los ojos claros se entornaron entre las arrugas que cercaban los párpados de la mujer. Nadie hubiese podido afirmar que aquello fuera exactamente una sonrisa:

– ¿Siempre es tan reservado, o se trata de una pose?… Por cierto, llámeme Gris. Lo otro suena ridículo; mire mi aspecto. Pero le estaba diciendo que vine aquí a ordenar mi corazón y mi cabeza, y encontré la respuesta en esta iglesia.

– ¿Qué respuesta?

– La que todos andamos buscando. Una causa, supongo. Algo que justifique en qué creer y por qué luchar -se quedó un rato callada y luego añadió, un poco más bajo-: Una fe.

– La del padre Ferro.

Se lo quedó mirando otra vez en silencio. La trenza gris estaba medio deshecha, y ella la sujetó entre dos dedos y volvió a trenzarse el cabello sin apartar los ojos de Quart.

– Cada uno tiene su propio tipo de fe -dijo por fin-. Algo muy necesario en este siglo que agoniza con tan malos modos, ¿no le parece?… Todas las revoluciones fueron hechas y se perdieron. Las barricadas están desiertas, y los héroes solidarios se han convertido en solitarios que se agarran a lo que pueden para sobrevivir -los ojos claros lo observaron, inquisitivos-. ¿No se sintió nunca como uno de esos peones de ajedrez pasados, que se olvidan en un rincón del tablero y oyen apagarse a su espalda el rumor de la batalla mientras intentan mantenerse erguidos, preguntándose si queda en pie un rey al que seguir sirviendo?


Recorrieron la iglesia. Gris Marsala le mostró a Quart la única pintura que valía la pena: una Purísima atribuida sin mucha convicción a Murillo, que presidía la entrada a la sacristía desde la nave, junto al confesionario. Anduvieron después hasta la cripta, cerrada con una verja de hierro sobre escalones de mármol que se perdían en la oscuridad, y la mujer explicó que iglesias pequeñas como aquella no solían tenerla. Sin embargo. Nuestra Señora de las Lágrimas gozaba de privilegio especial. Catorce duques del Nuevo Extremo yacían allí, incluyendo los fallecidos antes de la construcción de la iglesia. A partir de 1865 la cripta cayó en desuso, y los enterramientos se efectuaron en el panteón familiar de San Fernando. La única excepción había sido Carlota Bruner.

– ¿Qué ha dicho?

Quart tenía apoyada una mano sobre el arco de entrada a la cripta, ornado por una calavera sobre dos tibias. El frío de la piedra le helaba la sangre en la muñeca.

Gris Marsala se volvió, sorprendida por el tono incrédulo del sacerdote.

Перейти на страницу:

Похожие книги

Афганец. Лучшие романы о воинах-интернационалистах
Афганец. Лучшие романы о воинах-интернационалистах

Кто такие «афганцы»? Пушечное мясо, офицеры и солдаты, брошенные из застоявшегося полусонного мира в мясорубку войны. Они выполняют некий загадочный «интернациональный долг», они идут под пули, пытаются выжить, проклинают свою работу, но снова и снова неудержимо рвутся в бой. Они безоглядно идут туда, где рыжими волнами застыла раскаленная пыль, где змеиным клубком сплетаются следы танковых траков, где в клочья рвется и горит металл, где окровавленными бинтами, словно цветущими маками, можно устлать поле и все человеческие достоинства и пороки разложены, как по полочкам… В этой книге нет вымысла, здесь ярко и жестоко запечатлена вся правда об Афганской войне — этой горькой странице нашей истории. Каждая строка повествования выстрадана, все действующие лица реальны. Кому-то из них суждено было погибнуть, а кому-то вернуться…

Андрей Михайлович Дышев

Детективы / Проза / Проза о войне / Боевики / Военная проза