Quart se guardó la foto en el bolsillo antes de cerrar los cajones. Después fue hasta la máquina de escribir portátil que había en una mesita, abrió la funda y echó un vistazo a los papeles. Por reflejo profesional puso una hoja en el rodillo y pulsó varias teclas para obtener una muestra de los tipos, por si alguna vez necesitaba identificar algo escrito allí. Metió el folio doblado en el mismo bolsillo que la fotografía. En cuanto a los libros del aparador, sumaban una veintena; así que también les dio un vistazo, abriendo algunos y comprobando si ocultaban algo detrás. Eran materias religiosas, manoseados tomos con la liturgia de las horas, una edición del Catecismo de 1992, dos volúmenes de citas latinas, el
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Dejó la novela en su sitio y comprobó el teléfono. Se trataba de una conexión fija, antigua. Nada donde pudiera engancharse una línea de ordenador. Salió de la habitación dejando la puerta como la había encontrado, abierta en un ángulo de cuarenta y cinco grados, y fue por el pasillo hasta el dormitorio que identifico como del padre Ferro. Olía a cerrado y a soledad clerical Era un cuarto sencillo, ventana a la plaza, amueblado con una cama de metal bajo un crucifijo en la pared, y un armario con espejo. En la mesilla de noche encontró un libro de oraciones, unas pantuflas muy viejas y un orinal de porcelana que le arrancó una sonrisa. En el armario había un traje oscuro, otra sotana en no mejor estado que la de diario, algunas camisas y ropa interior. Apenas encontró más objetos personales, salvo un marco de madera con una fotografía amarillenta donde una pareja, hombre y mujer, de aspecto campesino y ropas de domingo, posaban junto a un sacerdote en quien, a pesar del pelo negro y la grave juventud de sus facciones, Quart reconoció sin dificultad al párroco de Nuestra Señora de las Lágrimas. La foto era muy vieja y tenía una mancha en un ángulo. Tomada al menos cuarenta años atrás, calculó basándose en el aspecto del padre Ferro: el mentón y los ojos mostraban todo su vigor. Y la mirada orgullosa y solemne del hombre y la mujer, en cuyos hombros apoyaba las manos el joven clérigo, permitía suponer que la instantánea celebraba una reciente ordenación.
El otro dormitorio era sin duda el de Óscar Lobato. En la pared había una litografía de Jerusalén visto desde el Huerto de los Olivos y un cartel de la película