Читаем La piel del tambor полностью

El padre Óscar se detuvo en seco, la sorpresa pintada en la cara, y Quart, sabiendo que pasarían cinco segundos antes de que la patada hiciera todo su efecto, le dio un puñetazo detrás de la oreja, no muy fuerte, sólo para evitar cualquier reacción de última hora. Un instante después el vicario se encontraba de rodillas en el suelo, con la cabeza y el hombro derecho contra la pared. Mirando fijamente sus gafas, que se le habían caído y estaban en el suelo, intactas.

– Lo siento -dijo Quart, frotándose los nudillos doloridos.

Era cierto. Lo sentía de verdad, avergonzado por no haber sido capaz de evitar aquel disparate. Dos sacerdotes peleando igual que gañanes era algo fuera de todo lo justificable; y la juventud del adversario no hacía más que acentuar su propio embarazo.

El padre Óscar estaba congestionado e inmóvil, boqueando con dificultad el aire que faltaba a sus pulmones. Los ojos miopes, humillados, seguían mirando sin ver las gafas sobre las baldosas del suelo. Quart se inclinó a recogerlas y se las puso al otro en la mano. Después le pasó un brazo bajo el hombro, ayudándolo a incorporarse. Fueron así hasta la salita de estar, donde el vicario, todavía doblado de dolor, se dejó caer en un sillón de piel sintética, encima de un montón de ejemplares de la revista Vida Nueva que cayeron al suelo o quedaron arrugados bajo sus piernas. Quart fue a la cocina y trajo un vaso de agua que el joven bebió con avidez. Se había puesto las gafas, uno de cuyos cristales estaba empañado por una enorme huella dactilar. El pelo rubio se le pegaba a la frente con gotas de sudor.

– Lo siento -repitió Quart.

Con la mirada en un punto indeterminado, el vicario asintió débilmente. Después alzó una mano para retirarse el pelo de la frente y la dejó allí, como si intentara despejarse la cabeza. Las gafas que resbalaban hasta la punta de la nariz, el polo abierto en el cuello, la palidez de su rostro, le daban un aspecto tan inofensivo que movía a piedad. Debía de ser mucha la tensión a que estaba sometido, para perder el control de aquel modo. Quart se apoyó en el borde de la mesa.

– Cumplo una misión -dijo, en el tono más suave que pudo encontrar-. No hay nada personal en esto.

El otro asentía otra vez, evitando mirarlo.

– Creo que perdí la cabeza -murmuró por fin, con voz apagada.

– Los dos la perdimos -Quart hizo un amago de sonrisa amistosa, destinada al maltrecho amor propio del joven-. Pero deseo que algo quede claro entre usted y yo: no he venido aquí a fastidiar a nadie. Lo único que intento es comprender.

Todavía con la mirada huidiza y la mano en la frente, el padre Óscar le preguntó qué infiernos pretendía comprender registrando una casa a la que nadie lo había invitado. Y Quart, sabiendo que era su última oportunidad para acercarse a él, adoptó un tono de discreta camaradería, citó el carácter de la obediencia debida, mencionó al pirata informático y su mensaje recibido en Roma, dio un par de paseos por la habitación, miró por la ventana, y por fin se detuvo ante el joven sacerdote.

– Hay quien piensa -su tono era de confidencia incrédula; algo así como entre tú y yo, fíjate, vaya idea tonta- que Vísperas es usted.

– No diga gilipolleces.

– No lo son. Al menos da el perfil físico: edad, estudios, intereses, -se apoyó de nuevo en el borde de la mesa, con las manos en los bolsillos-. ¿Cómo anda de informática?

– Como todo el mundo.

– ¿Y esas cajas de disquetes?

El vicario parpadeó dos veces:

– Es privado. Usted no tiene derecho.

– Por supuesto -Quart alzaba las manos con las palmas vueltas hacia arriba, conciliador, para demostrar que no ocultaba nada en ellas- Pero dígame una cosa… ¿Dónde está el ordenador que maneja?

– No creo que eso tenga importancia.

– Pues se equivoca. La tiene.

El gesto del padre Óscar había ganado en firmeza; ya no parecía un jovencito humillado.

– Oiga -enderezaba la espalda en el asiento y sus ojos sostenían la mirada de Quart-. Aquí se está librando una guerra y yo elegí mi bando. Don Príamo es un hombre bueno y un hombre honrado, y los otros no. Es cuanto tengo que decir.

– ¿Quiénes son los otros?

– Todo el mundo. Desde la gente del banco hasta el arzobispo -ahora sonreía por primera vez. Una mueca esquinada, rencorosa-. Incluyo a quienes lo mandan a usted de Roma

A Quart todo aquello le daba lo mismo, pues no era de los que se conmueven por insultos a la bandera. Suponiendo que Roma fuese su bandera.

– Bueno -respondió, objetivo- Cargaremos eso a la cuenta de sus pocos años. A su edad es más acusado el sentido dramático de la vida. Y resulta fácil encandilarse con las causas perdidas y las ideas.

El vicario lo miró con desprecio.

– Las ideas me convinieron en sacerdote -parecía preguntarse cuales eradlas de Quart- Y en cuanto a las causas perdidas, Nuestra Señora de las Lágrimas no está perdida, aún.

– Pues si alguien vence en esto, no será usted. Su traslado a Almería…

Se irguió un poco más el joven, heroico:

– Cada uno paga su dignidad y su conciencia. Quizá mi precio sea ése.

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