Читаем La piel del tambor полностью

– Bonita frase -ironizó Quart-. Dicho de otro modo, tira por la ventana una brillante carrera… ¿De veras merece la pena?

– ¿De qué sirve al hombre ganarlo todo si pierde su alma? -el vicario miraba a su interlocutor con agudeza, como si el argumento fuese aplastante-. No me diga que olvidó esa cita.

Quart reprimió sus ganas de echarse a reír ante las gafas empañadas del otro.

– No veo relación -dijo- entre su alma y esta iglesia.

– Hay muchas cosas que no ve. Iglesias más necesarias que otras, por ejemplo. Tal vez por lo que encierran en ellas, o simbolizan. Hay iglesias que son trincheras.

Sonreía Quart para sus adentros. Recordaba al padre Ferro utilizando idéntica expresión durante la entrevista en el despacho de monseñor Corvo.

– Trincheras -repitió.

– Sí.

– Cuénteme de qué pretenden defenderse.

El padre Óscar se levantó dolorido, sin apartar los ojos de él, y luego dio unos pasos con dificultad en dirección a la ventana. Allí descorrió las cortinas, dejando entrar el aire y la luz.

– Defendernos de la Santa Madre Iglesia -dijo por fin, sin volverse-. Tan católica, apostólica y romana que ha terminado traicionando su mensaje original. Con la Reforma perdió la mitad de Europa, y en el siglo XVII excomulgó a la Razón. Cien años más tarde perdió a los trabajadores, que comprendieron que estaba del lado de los amos y los opresores. En este siglo que termina está perdiendo a la juventud y a las mujeres. ¿Sabe qué va a quedar de todo esto?… Ratones correteando entre bancos vacíos.

Se quedó callado unos instantes, inmóvil. Quart lo oía respirar.

– Defendernos sobre todo -prosiguió el vicario- de lo que usted viene a traer aquí: la sumisión y el silencio -ahora miraba los naranjos de la plaza con aire obstinado-. En el seminario comprendí que todo el sistema se basa en las formas; en un juego de ambición y claudicaciones. En nuestro oficio nadie se acerca a nadie que no sea útil para promocionarlo. Desde bien jóvenes elegimos un profesor, un amigo, un obispo que nos ayuden a prosperar -Quart escuchó su risa queda, entre dientes; ya no había nada de juvenil en el aspecto del padre Óscar-. Yo creía que un sacerdote sólo realiza cuatro clases de inclinación ante el altar, hasta que conocí a expertos en todo tipo de inclinaciones. Yo mismo era uno de ellos, destinado a la imposibilidad de dar a la gente el signo que nos exige, sin el que caen en manos de quirománticos, astrólogos y mercachifles del espíritu. Pero al conocer a don Príamo comprendí qué es la fe: algo independiente, incluso, de que Dios exista. La fe es el salto a ciegas hacia los brazos de alguien que te acoge en ellos… Es el consuelo frente al miedo y al dolor incomprensibles. La confianza del niño en la mano que lo saca de la oscuridad.

– ¿Y se lo ha contado a mucha gente?

– Claro. A todo el que me quiere oír.

– Pues me parece que va a tener problemas.

– Ya los tengo, como usted sabe mejor que nadie. Pero no lo lamento. Aún no he cumplido veintisiete años, y supongo que podría empezar en cualquier oficio, en otra parte. Pero voy a quedarme, y a pelear allí donde me manden… -le dirigió a Quart una mueca larga y desagradable, muy insolente- ¿Y sabe una cosa?… He descubierto mi vocación de cura incómodo.


Con la cabeza hundida en el respaldo de cuero negro del sillón, Pencho Gavira contemplaba la pantalla de su ordenador. El mensaje estaba allí, infiltrado en el archivo del correo interno:


Lo despojaron de sus vestiduras y sobre su túnica echaron suertes, mas no pudieron destruir el templo de Dios. Porque la piedra que desecharon los arquitectos es la piedra angular. Ella guarda memoria de quienes fueron arrancados de nuestra mano.


De paso, para divertirse un rato, el intruso había añadido un virus inofensivo, una molesta bolita de ping-pong que rebotaba en los cuatro lados de la pantalla, multiplicándose por dos cada vez hasta que, al encontrarse una y otra, estallaban con un efecto de hongo nuclear y volvía a empezar toda la secuencia de nuevo. A Gavira no le preocupaba mucho, pues podía ser limpiado con facilidad; el departamento de informática del banco trabajaba en ello, revisando de paso la eventual existencia de otros virus ocultos de efectos mucho más destructores. Lo inquietante era la facilidad con que el agresor -un empleado del banco o un hacker bromista- había inoculado su bolita saltarina, y la extraña referencia evangélica que, sin duda, tenía que ver con la operación de Nuestra Señora de las Lágrimas.

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