Читаем La piel del tambor полностью

Podía ser Vísperas y podía no ser. De un modo u otro era poco de una parte y mucho de la otra. Escaso como prueba y excesivo como material a comprobar sobre el terreno, concluyó Quart con fastidio mientras examinaba el contenido de las cajas. Revisarlo todo requería tiempo y oportunidad, y él no andaba sobrado de ninguna de las dos cosas. Tendría que ingeniárselas para volver otra vez y copiar cada uno de aquellos disquetes en el disco duro de su ordenador portátil, a fin de revisarlos más tarde, despacio, en busca de indicios. Obtener copias podía llevarle una hora larga, más la dificultad de alejar de nuevo a los dos sacerdotes durante el tiempo necesario.

El calor se filtraba por las cortinas, haciendo transpirar a Quart bajo la ligera chaqueta de alpaca negra. Sacó un pañuelo de celulosa para secarse la frente y después de usarlo hizo una bolita y se lo guardó en el bolsillo. Puso los disquetes en su sitio y cerró el cajón, preguntándose dónde estaría el equipo informático que el padre Óscar utilizaba con aquello. Fuera quien fuese el pirata, necesitaba un ordenador muy potente conectado a una línea telefónica de fácil acceso, además de equipo complementario. Todo requería unas condiciones mínimas de instalación y espacio que no se daban en aquella casa. Óscar Lobato o cualquier otro, lo cierto es que Vísperas no actuaba desde allí.

Quart miró indeciso alrededor. Era hora de marcharse. Y en ese momento, justo cuando echaba hacia atrás el puño izquierdo de la camisa para mirar el reloj, oyó crujir los peldaños de la escalera. Entonces supo que los problemas estaban a punto de empezar.


Celestino Peregil colgó el auricular y se quedó mirando el teléfono, pensativo. Desde un bar próximo a la iglesia, don Ibrahim acababa de pasarle el último informe sobre los movimientos de cada uno de los personajes de la historia. El ex falso letrado y sus secuaces se estaban tomando el encargo muy al pie de la letra. Demasiado, a juicio de Peregil, un poco harto de recibir llamadas cada media hora para ser puesto al corriente de que el cura tal había comprado periódicos en el kiosco de Curro, o que el cura cual estaba sentado en el bar Laredo tomando el fresco. Hasta el momento, la única información realmente valiosa daba cuenta de una entrevista mantenida por Macarena Bruner con el enviado de Roma en el hotel Doña María, detalle que Peregil había acogido con incredulidad, primero, y luego con una especie de satisfacción expectante. Aquel género de cosas siempre terminaba por dar juego.

Y hablando de juego. En las últimas veinticuatro horas el tapete verde le venía complicando un poco más la vida. Después de adelantar cien mil pesetas a don Ibrahim y sus compadres a cuenta de los tres millones prometidos por el trabajo, el asistente de Pencho Gavira había caído en la tentación de utilizar los dos millones novecientas mil restantes para enderezar su crítica situación financiera. Fue una corazonada; uno de esos sentimientos que se presentan de improviso, con la intuición -peligrosa- de que algunos días son diferentes a otros, y aquél era uno de ellos. Se daba cierto fatalismo moruno, además, en la sangre andaluza del individuo. La suerte no pasa dos veces por la misma puerta si nadie le dice ojos negros tienes; ése era el único consejo que le había dado su padre cuando pequeñito, exactamente un día antes de bajar a por tabaco y fugarse con la charcutera de la esquina. Así que, a pesar de la certeza de caminar al borde del abismo, Peregil comprendió de pronto, mientras tapeaba en la barra de un bar, que si no iba en pos de la corazonada la angustia por lo que pudo ser y no fue iba a durarle toda la vida. Porque el peón de brega del hombre fuerte del Banco Cartujano podía ser muchas cosas: un canalla, un calvo vergonzante, un burlanga capaz de vender a su anciana madre, a su jefe o a la mujer de su jefe, por un cartón de bingo; pero sólo imaginar el rumor de una bolita girando en sentido contrario a la ruleta le ponía un corazón de tigre. Las cosas como son. Así que aquella misma noche Peregil se había puesto una camisa limpia y una corbata de crisantemos rojos y malvas, yéndose al casino como quien embarca rumbo a Troya. Estuvo a punto de conseguirlo, y eso decía mucho en favor de su intuición como habitual del tapete. Pero no pudo ser. Y como dijo Séneca, lo que no podía ser no podía ser, y además era imposible. Los dos millones novecientas mil -igual no era Séneca el que lo dijo- siguieron el camino de los otros tres kilos. Así que las finanzas de Celestino Peregil estaban tiesas como la mojama, y los fantasmas del gitano Mairena y el Pollo Muelas se cernían sobre él como su mala sombra.

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