Se levantó y dio unos pasos inquietos por el angosto cubil invadido de fotocopiadoras y papeles que ocupaba dos plantas más abajo de su jefe, con vistas al Arenal y al Guadalquivir. Desde allí veía la Torre del Oro, el puente de San Telmo y las parejas de novios paseando junto al río, entre las mesas de las terrazas. Aunque iba en mangas de camisa y tenía puesto el aire acondicionado, un molesto calorcillo le agobiaba el resuello; de modo que fue por la botella, puso hielo en un vaso y bebió tres dedos de whisky sin respirar. Preguntándose, tal y como estaban las cosas, cuánto podía durarle aquel panorama.
Una tentación le rondaba la cabeza. Nada bien definido aún; pero que así, en un primer vistazo, ofrecía alguna posibilidad de obtener un respiro en forma de liquidez. Era ponerse a tontear otra vez con fuego, pero lo cierto es que tampoco iba teniendo mucho donde elegir. Todo consistía en que Pencho Gavira nunca estuviese al tanto de que su escolta y esbirro predilecto jugaba con dos barajas. Filtrada de forma discreta, aquella historia podía seguir dando dinero. Después de todo, el cura alto era mucho más fotogénico que Curro Maestral.
Rumiando sin prisas la idea, Peregil se acercó a la mesa en busca de la agenda, donde su dedo índice se detuvo sobre el número de teléfono que ya había marcado alguna que otra vez. Al cabo de un momento cerró la agenda de golpe, cual si luchara con malos pensamientos. Eres una rata de cloaca, se increpó con ecuanimidad insólita en un individuo de semejante catadura. Mas no era su índole moral lo que atormentaba al ex detective, demasiado inquieto por el estado cataléptico de sus finanzas personales. Aquella turbación provenía de una incómoda certeza: si se abusa de ellos, hay remedios que matan. Pero también mataban las deudas, sobre todo las contraídas con el prestamista más peligroso de Sevilla. Así que, tras mucho darle vueltas, abrió otra vez la agenda y buscó de nuevo el teléfono de la revista Q+S. De perdidos, al río. Alguien había dicho una vez que traicionar sólo era un problema de fechas; pero en el mundo de Peregil la cuestión podía ser sólo de horas. Además, traicionar era un verbo demasiado solemne. Él se limitaba a sobrevivir.
– ¿Qué está haciendo aquí?
En el Arzobispado no habían sido capaces de retener el tiempo necesario al padre Óscar. Se encontraba en el pasillo, cerrando el paso y con cara de muy pocos amigos. Quart le dedicó una sonrisa fría que apenas disimulaba su desconcierto y su fastidio:
– Echaba un vistazo.
– Eso parece.
Óscar Lobato movía afirmativamente la cabeza una y otra vez, como si respondiera a sus propias preguntas. Llevaba un polo negro, pantalón gris y calzado deportivo. En realidad no era un joven fuerte. Tenía la piel pálida, aunque ahora se viera enrojecida por el esfuerzo de subir a la carrera. Era bastante más bajo que Quart, y su aspecto -veintiséis años, según el expediente- aparentaba más tiempo dedicado a estudio y vida sedentaria que al ejercicio físico. Pero se le veía furioso, y Quart no subestimaba nunca las reacciones de un hombre así. Estaban además sus ojos: la mirada extraviada tras los cristales de las gafas, sobre las que caía un mechón despeinado de pelo rubio. Y los puños apretados.
No había palabras que solucionasen aquello; así que Quart alzó una mano en demanda de calma, e hizo un gesto solicitando paso libre mientras se ponía un poco de lado igual que si pretendiera irse por el estrecho pasillo. Entonces el padre Óscar se movió hacia la izquierda, cortándole el paso, y el enviado de Roma supo que el incidente estaba a punto de llegar más lejos de lo que había imaginado.
– No sea estúpido -dijo, soltándose el botón de la chaqueta.
Todavía no terminaba de hablar cuando llegó el golpe. Fue un puñetazo a ciegas, rabioso, absolutamente desprovisto de mansedumbre sacerdotal, que Quart esperaba y dejó perderse en el vacío con un precipitado paso atrás.
– Esto es absurdo -protestó.
Lo era. Nada de aquello merecía la pena. Quart levantó ahora ambas manos para aplacar los ánimos; pero la ira desbordaba el rostro y los ojos de su adversario, que lanzó un segundo puñetazo. Esta vez le dio en la mandíbula, de refilón. Era un derechazo sin fuerza, asestado casi al azar, aunque suficiente para conseguir que Quart se sintiera por fin irritado. El vicario debía de creer que en la vida real la gente se pegaba como en el cine. Tampoco es que Quart fuera un experto en golpearse por los pasillos; mas en el ejercicio de su ministerio había asimilado cierto número de habilidades heterodoxas. Nada espectacular: sólo media docena de trucos para salir de malos pasos. Así que, no sin cierta ternura por aquel joven de rostro enrojecido y escaso aliento, hizo como que se apoyaba en la pared y le pegó una patada en la ingle.