Aquel
Volvió lentamente a la realidad. Todo cuanto detestaba seguía ante él, en los ojos negros y obstinados que lo miraban con dureza, como un reproche.
– Tengo una pregunta más. Sólo una -había guardado las inútiles tarjetas y la estilográfica-. ¿Por qué se niega a abandonar esa iglesia?
El padre Ferro lo miró de abajo arriba. Correoso como un trozo de cuero viejo, era la definición. Aunque a Quart se le ocurrían unas cuantas.
– Ese no es asunto suyo -dijo-. Concierne a mi obispo y a mí.
Quart se felicitó mentalmente por acertar de antemano la respuesta, e hizo un gesto dando por concluida aquella estupidez. Para su sorpresa, Aquilino Corvo acudió al quite:
– Le ruego que conteste al padre Quart, don Príamo.
– El padre Quart nunca lo entendería.
– Estoy seguro de que pondrá su mejor voluntad. Inténtelo, se lo ruego.
Entonces el párroco hizo un gesto hosco y torpe, y movió testarudo la cabeza recortada a trasquilones, murmurando que Quart nunca había escuchado la confesión de una pobre mujer arrodillada en busca de consuelo, el llanto de un recién nacido, la respiración de un moribundo o el sudor de una mano en la suya. Así que, aunque hablase horas y horas, allí nadie iba a entender nunca una maldita palabra. Y Quart, a pesar del pasaporte diplomático que llevaba en el bolsillo, a pesar del respaldo oficial de la Curia, de la tiara y las llaves de Pedro que lucía en el extremo superior izquierdo de sus credenciales, comprendió que carecía del más mínimo poder sobre aquel huraño anciano de aspecto miserable, en las antípodas de lo que cualquier eclesiástico relacionaría con la gloria de Dios. Fue un fogonazo de inquietud que proyectó un instante, sobre su aplomo, la silueta de un viejo fantasma: Nelson Corona. Afloraba el mismo distanciamiento de la realidad oficial, idéntica mirada resuelta en los ojos que ahora tenía delante. Con la diferencia de que, tras los cristales empañados de las gafas del brasileño, Quart había visto mezclarse a un tiempo la resolución y el miedo; mientras que la mirada opaca del padre Ferro no reflejaba más que una firmeza semejante a piedra oscura. Ya concluía el párroco, de vuelta al silencio que lo abroquelaba como una coraza, cuando Quart le oyó decir que su iglesia era un refugio; una trinchera. Aquello era pintoresco, así que el enviado vaticano enarcó una ceja, irónico, e intentó recobrar, en busca de sosiego, el viejo desdén ante el cura de pueblo: de nuevo alfil de élite frente a peón de brega, con el fantasma de Nelson Corona esfumándose por una esquina del tablero.
– Curiosa definición.
Sonrió Quart, seguro de sí. De pronto era otra vez fuerte y sin fisuras, sin remordimientos, y ya volvía a ver sólo la sotana raída llena de manchas, el mentón mal afeitado del párroco. Resulta singular, se dijo, el efecto tranquilizador del desprecio. Pone las cosas en su sitio igual que una aspirina, un poco de alcohol o un cigarrillo. Así que decidió formular otra pregunta:
– ¿Una trinchera, frente a qué?
Era innecesario, y de pronto supo que iba a arrepentirse antes de cerrar la boca. Desde abajo, pequeño y duro, el padre Ferro miraba directamente a los ojos de Quart:
– Frente a tanto cuento -dijo-. Y tanta mierda.