Читаем La piel del tambor полностью

– Una última advertencia, Quart. Usted no me cae simpático, pero es un sacerdote de carrera, y sabe tan bien como yo que incluso en esta profesión abundan los mediocres. El padre Ferro es uno de ellos -se quitó la pipa de la boca para señalar los volúmenes encuadernados que cubrían las paredes del despacho-. Ahí está el pensamiento de la Iglesia: de San Agustín a Santo Tomás, y las encíclicas de todos los pontífices. Todo se encuentra entre estas cuatro paredes, y yo soy su administrador temporal. Eso me obliga a manejar valores cotizables en bolsa y al mismo tiempo a mantener voto de pobreza, a pactar con enemigos y a condenar en ocasiones a los amigos… Cada mañana me siento a esta mesa para gobernar con la ayuda de Dios Nuestro Señor a sacerdotes intelectuales, estúpidos, fanáticos, honestos, políticos, opuestos al celibato, malvados, santos y pecadores. El asunto del padre Ferro lo habríamos solucionado con el tiempo, poco a poco. Ustedes se han metido por medio, haciendo sonar una música diferente; así que báilenla. Roma locuta, causa finita. Yo me limito a ser observador a partir de ahora. Que el Todopoderoso sea indulgente conmigo, pero me lavo las manos y dejo el campo libre a los verdugos -pulsó el timbre e hizo un gesto en dirección a la puerta-. No hagamos esperar más al padre Ferro.

Quart enroscó despacio el capuchón de la estilográfica y se la guardó en el bolsillo, con las tarjetas llenas de su letra apretada y minuciosa. Se mantenía tenso en el borde de la silla, con la inmovilidad de un soldado.

– Yo tengo mis órdenes, Monseñor -dijo, sereno- Y las cumplo a rajatabla.

Su Ilustrísima lo miraba de arriba abajo, con extrema dureza.

– No me gustaría hacer su trabajo, Quart -dijo por fin-. Le aseguro, por la salvación de mi alma, que no me gustaría en absoluto.

IV Azahar y naranjas amargas

Ya ha visto a un héroe -comentó- Y eso vale algo.

(Eckermann. Conversaciones con Goethe)


– Creo que ya se conocen -dijo Su Ilustrísima.

Estaba recostado en el sillón con la actitud del arbitro que procura mantenerse a distancia para que la sangre no salpique sus zapatos. Quart y el padre Ferro se miraban en silencio. El párroco de Nuestra Señora de las Lágrimas no había aceptado la silla que con un gesto le ofreció monseñor Corvo, y estaba de pie en medio del despacho, pequeño y obstinado, con su cara que parecía tallada a golpes de buril, el pelo blanco recortado a trasquilones y la sotana vieja, raída, bajo la que asomaban los enormes zapatos sin lustrar.

– El padre Quart desea hacerle unas preguntas -añadió el arzobispo.

Las arrugas y cicatrices del párroco se mantuvieron impasibles. Miraba hacia un punto indefinido del espacio sobre el hombro del prelado, a la ventana cuyos visillos difuminaban la silueta ocre de la Giralda:

– No tengo nada que decirle al padre Quart.

Monseñor Corvo asintió lentamente, como si acabara de escuchar la respuesta que esperaba.

– Muy bien -admitió-. Pero yo soy su obispo, don Príamo. Y a mí sí está ligado usted por voto de obediencia- se había quitado un momento la pipa de la boca y señalaba con ella, alternativamente, a los dos sacerdotes-. De modo que, si lo prefiere, me responderá a mí a través de las preguntas que le haga el padre Quart.

Los ojos oscuros y opacos del párroco vacilaron un instante.

– Es una situación ridícula -protestó, áspero, y Quart vio que se volvía un poco hacia él, haciéndolo responsable de todo aquello.

El arzobispo compuso una desagradable sonrisa.

– Me consta -dijo-. Pero con este recurso de jesuitas todos quedaremos satisfechos. El padre Quart hará su trabajo, yo asistiré complacido al diálogo, y usted pondrá a salvo, al menos en lo formal, su inaudita soberbia -soltó una bocanada de humo parecida a una amenaza y se ladeó en el sillón; la diversión anticipada le bailaba en los ojos-. Ahora puede empezar, padre Quart. Es todo suyo.

Y Quart empezó. Fue duro, brutal a veces, pasando factura al párroco del seco recibimiento en la iglesia el día anterior, la hostilidad manifestada en el despacho de Su Ilustrísima, el mal disimulado desprecio que le causaba su condición de viejo cura rural, testarudo, miserable. Era algo más complejo, más profundo que la antipatía personal, o la misión que lo había llevado a Sevilla. Y para sorpresa de monseñor Corvo, y en último extremo también de él mismo, actuó como un fiscal desprovisto de misericordia; acosando al anciano con un desdén ácido, despiadado, del que sólo Quart conocía el auténtico origen. Y cuando por fin, consciente de lo injusto que era todo, se detuvo a recobrar aliento, lo turbó la idea súbita de que Su Eminencia el inquisidor Jerzy Iwaszkiewicz habría aprobado aquello punto por punto.

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