– No. Le aseguro que no se lo imagina. Espere a verlo en acción. Reza parte de la misa en latín, porque dice que eso impone más respeto -la pipa ya tiraba, y monseñor Corvo se reclinó en el sillón, satisfecho-. El padre pertenece a una especie casi desaparecida: viejos curas campesinos que se ordenaban sin disciplina y sin vocación, con el único objeto de escapar a la miseria y la pobreza, y que todavía se asilvestraban más en parroquias rurales dejadas de la mano de Dios. Añada a eso un tremendo orgullo que lo vuelve incontrolable, y que ha terminado por hacerle perder el sentido del mundo en que vive… En otro tiempo lo habríamos fulminado en el acto, o enviado a América, a ver si Dios Nuestro Señor lo llamaba a su seno merced a unas fiebres en el Dañen, mientras convertía indígenas a golpes de crucifijo en el lomo. Pero ahora hay que tener mucho tiento, con los periodistas y la política que lo complican todo.
– ¿Por qué no se le ha suspendido
– Tendría que haber cometido un delito de orden civil o eclesiástico, y no es el caso. Además, nadie garantiza que eso no empeorase su resistencia. Prefiero que todo siga sus cauces ordinarios
– Dicho de otro modo. Monseñor: que sea Roma quien cargue con el muerto.
– Eso lo ha dicho usted.
– ¿Y el padre Óscar?
Entre los dientes que sostenían la pipa asomó una mueca muy desagradable. No me gustaría estar en la piel del vicario, se dijo Quart.
– Oh, ése es diferente -puntualizó el arzobispo-. Buen bagaje cultural, seminario en Salamanca. Un futuro prometedor que ha tirado por la borda. De todos modos, su caso sí está resuelto. Tiene hasta mediados de la semana que viene para abandonar la parroquia. Lo trasladamos a una diócesis de Almería, un desierto rural junto al cabo de Gata, para que se dedique a la oración y medite sobre el peligro de dejarse llevar por entusiasmos juveniles.
– ¿Podría ser
– Podría. Da el perfil, si es a lo que se refiere. Pero husmear en la basura no es trabajo de un arzobispo -monseñor Corvo guardó un silencio cargado de intención-. Eso lo dejo para el IOE y para usted.
Quart no se dio por enterado:
– ¿Cuáles son sus actividades?
– Pues las habituales en un vicario: ayuda en el culto, dice misa, se encarga del rosario de la tarde… También hace de albañil para la hermana Marsala en sus ratos libres.
Quart se quedó rígido en la silla. Había piezas sueltas moviéndose por todas partes.
– Disculpe Su Ilustrísima. ¿Ha dicho la hermana Marsala?
– Sí. Gris Marsala, una monja norteamericana que lleva en Sevilla una eternidad. Es experta, o eso dicen, en restauración de monumentos religiosos… ¿Todavía no la conoce?
Atento al chasquido de las piezas al encajar en su cerebro, Quart apenas prestaba atención a las palabras del prelado. Así que era eso, se dijo. La nota discordante.
– La conocí ayer. Aunque ignoraba que fuese monja.
– Pues lo es -no había un ápice de simpatía en el tono de monseñor Corvo-. Con el padre Óscar y Macarena Bruner forma las huestes de don Príamo Ferro. Su presencia en Sevilla es a título particular, pues goza de las dispensas de su orden y está fuera de mi jurisdicción. No tengo derecho a obligarla a retirarse de allí. Tampoco puedo exagerar, persiguiendo a curas y monjas. Todo se ha desbordado un poco.
Soltaba bocanadas de humo como un calamar escudándose tras su tinta. Por fin le echó un último vistazo a la pluma de Quart y encogió los hombros.
– Voy a hacer entrar al párroco. Lo convoqué para esta mañana, pero antes quería tener una conversación privada con usted. Creo que ya es hora de que pongamos las cosas en su sitio. ¿No le parece? Una especie de careo.
El arzobispo miró, sin tocarlo, un timbre que tenía sobre la mesa, junto a un manoseado ejemplar de La imitación de Cristo, de Tomás Kempis.