Читаем La piel del tambor полностью

Como era de prever tras el recibimiento del secretario, la primera parte de la entrevista transcurrió fría pero correcta. Quart hizo entrega de sus credenciales -una carta del cardenal Secretario de Estado y otra de monseñor Spada-, dio al arzobispo detalles generales y de sobra conocidos por éste sobre su misión, y su interlocutor le ofreció apoyo incondicional, pidiéndole que lo mantuviera informado. En realidad, Quart sabía que el arzobispo iba a hacer todo lo posible por sabotear su misión, y monseñor Corvo, que no tenía la menor esperanza de que Quart le diese cuenta de nada, estaba dispuesto a cambiar un año de Purgatorio por una silla de pista si el enviado especial de Roma pisaba una piel de plátano. Pero eran profesionales y conocían las reglas a observar, al menos en cuestión de apariencias. Ninguno mencionó, tampoco, la causa de que se mirasen desde uno y otro lado de la mesa igual que esgrimistas cuya falsa despreocupación desaparecería, como un rayo, en cuanto uno de ellos descubriera un hueco donde asestarle al otro una estocada. Sobre ambos planeaba la sombra de su último encuentro en aquel despacho, un par de años atrás y recién llegado Su Ilustrísima a la dignidad arzobispal, cuando Quart le entregó copia de un grueso informe con los fallos de seguridad en torno a la visita del Santo Padre a Sevilla, durante el último Año Eucarístico. Un cura casado, relapso y suspendido a divinis, había estado a punto de pegarle un navajazo al Pontífice con el pretexto de entregarle un memorándum sobre el celibato. También fue hallado un artefacto explosivo en el convento de monjas donde debía pernoctar Su Santidad, en uno de los cestos de ropa limpia bordada primorosamente para la ocasión por las hermanas. Y en las agendas de todos los terroristas islámicos del Mediterráneo figuraban con escalofriante detalle las horas e itinerarios de la visita papal, merced a las continuas filtraciones del Arzobispado a la prensa. Fue el IOE, y Quart en concreto, quien tomó con urgencia cartas en el asunto, poniendo patas arriba el plan de seguridad original de Su Ilustrísima, para rechifla de la Curia y desesperación del Nuncio. Que por cierto llegó a comentar el caso ante Su Santidad, en términos que a monseñor Corvo estuvieron a punto de costarle, amén de la recién estrenada sede hispalense, un ataque de apoplejía. Con el tiempo, superado el tropiezo, el arzobispo se consolidó como un excelente prelado; pero aquella crisis de novicio, su humillación y el papel jugado por Quart en ella roían su corazón y mansedumbre de una manera muy poco pastoral. Detalle que Su Ilustrísima había confiado aquella misma mañana a su atribulado confesor, un anciano clérigo de la catedral con quien reconciliaba los primeros viernes de cada mes.

– Esa iglesia está sentenciada -dijo el arzobispo. Tenía una voz de las que parecen expresamente hechas para el sermón del domingo, nítida y clerical-. Sólo es cuestión de tiempo.

Hablaba con la firmeza de su dignidad eclesiástica, quizá cargando un poco el tono por hallarse en presencia de Quart. Aunque en Roma no significara nada, un prelado en su propia sede resultaba algo a considerar. Monseñor Corvo era consciente de ello, y le gustaba ponerle acentos a la autonomía de su poder local. Solía alardear de no conocer de Roma más que el Anuario Pontificio, y de no abrir nunca el listín telefónico del Vaticano.

– Nuestra Señora de las Lágrimas -continuó el arzobispo- se encuentra en estado de ruina. Para conseguir esa declaración oficial luchamos con una serie de trabas administrativas y técnicas… Las primeras parecen a punto de resolverse, porque la Consejería del Patrimonio Cultural ha renunciado a la conservación del edificio alegando falta de presupuestos; y la alcaldía de Sevilla está a punto de refrendarlo. Si no se ha cerrado ya el expediente es a causa del suceso que costó la vida al arquitecto municipal. Un caso de mala suerte.

Monseñor Corvo hizo una pausa para contemplar la docena de pipas inglesas que tenía alineadas en un soporte de madera de cerezo. A su espalda, tras los visillos, se adivinaban la torre de la Giralda y los arbotantes de la catedral. Había un rectángulo de sol en la piel verde que tapizaba el tablero de la mesa, y el prelado puso allí la mano del anillo con gesto en apariencia casual. La luz arrancó un reflejo a la piedra amarilla y una leve sonrisa a Lorenzo Quart.

– Su Ilustrísima ha mencionado problemas técnicos -dijo.

Estaba sentado en una incómoda silla frente a la mesa del arzobispo, a un lado de la habitación con paredes cubiertas por las obras de los padres de la Iglesia y las encíclicas papales, todo encuadernado con las armas arzobispales en el lomo. Al otro extremo de la estancia había un reclinatorio bajo un crucifijo de marfil, y un pequeño sofá con dos sillones y una mesita baja donde monseñor Corvo dispensaba recibimientos más cordiales a personas de su aprecio. Era evidente que el enviado especial del IOE no figuraba entre ellas.

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