Читаем La piel del tambor полностью

– Tú y tu alcalde -murmuró Machuca igual que si se esforzara en situar un rostro vagamente conocido. Cualquier otro podía tomar aquello por un síntoma de senilidad; mas Pencho Gavira conocía a su presidente demasiado bien para incurrir en conclusiones fáciles.

– Sí -confirmó voluntarioso, alerta, atento a cualquier matiz: exactamente el tipo de actitud que le había ayudado a ser lo que era-. Accede a recalificar el terreno y a vendérnoslo acto seguido.

No había triunfo en su voz, siendo legítimo que lo hubiera. Era una regla no escrita en el mundo que ambos compartían.

– Habrá un escándalo -objetó el viejo banquero.

– Le da igual. Dentro de un mes expira su mandato, y sabe que no será reelegido.

– ¿Y la prensa?

– La prensa se compra, don Octavio -Gavira remedó el gesto de pasar páginas con las manos-. O se le dan mejores huesos a roer.

Vio que Machuca asentía, atando cabos. Precisamente Cánovas acababa de guardar en el portafolios un explosivo dossier obtenido por Gavira sobre irregularidades en los subsidios de paro de la Junta de Andalucía. El plan era hacerlo público de forma simultánea, a fin de que actuase como pantalla.

– Sin oposición del Ayuntamiento -añadió- y con la Consejería del Patrimonio Cultural en el bolsillo, sólo queda ocuparnos del aspecto eclesiástico del problema -hizo una pausa en espera de comentarios, pero el viejo permaneció en silencio-. En cuanto al arzobispo…

Dejó la frase en el aire, cauto, ofreciéndole al otro el próximo movimiento. Necesitaba indicios, complicidad, avisos a los navegantes.

– El arzobispo quiere su parte -habló Machuca, por fin-. A Dios lo que es de Dios, ya sabes.

Asintió Gavira con mucho cuidado:

– Naturalmente.

Ahora el viejo banquero se había vuelto a mirarlo.

– Pues dáselo, y santas pascuas.

No era tan fácil, y ambos lo sabían. El viejo cabrón.

– Estamos de acuerdo, don Octavio -puntualizó Gavira.

– Entonces no hay más que hablar.

Machuca movía la cucharilla en su taza de café con leche, volviendo a sumirse en la contemplación del cartel de la Peña Bética. En la otra mesa, ajenos a la conversación, el secretario y Peregil se miraban con hostilidad. Gavira eligió cuidadosamente el tono y las palabras:

– Con todo respeto, don Octavio, sí hay más que hablar. Tenemos entre manos el mejor golpe urbanístico que ha visto Sevilla desde la Exposición Universal de 1992: tres mil metros cuadrados en pleno barrio de Santa Cruz. Y. relacionado con eso, la compra de Puerto Targa por los saudíes. O sea: de ciento ochenta a doscientos millones de dólares. Pero me va usted a permitir que economice lo más posible -bebió un poco de cerveza para mantener el eco del verbo economizar-… No quiero pagar diez a cambio de algo que conseguiremos por cinco. Y el arzobispo se ha puesto a pedir la luna.

– De algún modo habrá que gratificarle a monseñor Corvo el detalle de lavarse las manos -Machuca arrugaba un poco la piel de los párpados, en algo que ni remotamente podía relacionarse con una sonrisa-. O las facilidades técnicas, que dirías tú. No se consigue todos los días que un arzobispo acceda a la secularización de un solar como ése, desahuciar al párroco y derribar la iglesia… ¿No te parece? -había alzado una de sus manos huesudas para enumerarlo todo, pero la dejó caer sobre la mesa con gesto de cansancio-. Eso se llama encaje de bolillos.

– Lo sé perfectamente. Mi trabajo me ha costado, si me permite decirlo.

– Es la razón de que estés donde estás. Ahora págale al arzobispo la compensación que él ha insinuado y zanja esa parte del asunto. A fin de cuentas, el dinero con que trabajas es mío.

– Y de los otros accionistas, don Octavio. Ésa es mi responsabilidad. Si algo aprendí de usted es a honrar mis compromisos sin tirar los cuartos.

El banquero encogió los hombros.

– Como veas. Al fin y al cabo es tu operación.

Lo era para lo bueno y para lo malo. Aquello significaba un recordatorio, pero hacía falta mucho más para descomponerle el temple a Pencho Gavira.

– Todo está bajo control -afirmó.

El viejo Machuca era afilado como una hoja de afeitar. Gavira, que lo sabía de sobra, vio cómo los ojos rapaces iban del cartel bético a la fachada del Banco de Poniente. La operación de Santa Cruz y la de Puerto Targa eran más que un buen negocio: en ellas Gavira se jugaba suceder a Machuca en la presidencia o quedar inerme ante un consejo de administración de viejas familias del dinero sevillano, poco dispuestas hacia los abogados jóvenes, ambiciosos y advenedizos. Sintió cinco pulsaciones de más en la muñeca, bajo la correa de oro del Rolex.

– ¿Qué hay del párroco? -la mirada del viejo se había vuelto de nuevo hacia él: un destello de interés bajo la aparente indiferencia-. Dicen que el arzobispo sigue sin estar muy seguro de su cooperación.

– Algo de eso hay -Gavira sonreía diluyendo suspicacias-. Pero tomamos medidas para despejar el problema -miró hacia la otra mesa, a Peregil, e hizo una pausa insegura; entonces comprendió que necesitaba añadir algo, un argumento-… No es más que un anciano obstinado.

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