Читаем La piel del tambor полностью

Abrió la boca y dijo algo por el simple hecho de hacerlo, para llenar el silencio. Dijo cualquier cosa, oportuna y con el tono adecuado, y a los cinco segundos olvidó sus propias palabras; pero había cumplido su deseo de llenar aquel vacío. Ahora Macarena Bruner hablaba de nuevo, y Quart pensó en monseñor Paolo Spada. Oración y duchas frías, había recetado la sonrisa del Mastín, en la escalera de la Plaza de España.

– Hay cosas que me gustaría explicarle -decía ella-, pero no creo ser capaz… -miraba sobre el hombro de Quart mientras éste asentía sin saber a qué; lo importante era que de nuevo lograba prestar atención-. En la vida hay lujos que se pagan caros, y a Pencho le toca pagar el suyo. Es de los que piden la cuenta sin descomponer el gesto, dando con los nudillos en la barra para preguntar cuánto se debe. En eso es muy hombre -ironizó- Muy torero. Pero la procesión va por dentro, y él sabe que yo lo sé. Sevilla es un patio de vecinos; el cotilleo nos encanta. Cada rumor que le llega, cada sonrisa disimulada a sus espaldas, es una puñalada en su orgullo -paseó la mirada por el salón, divertida-. Imagínese lo que van a decir cuando sepan que estoy cenando con usted.

– ¿Ésa es su intención? -Quart era de nuevo dueño de sí-. ¿Exhibirme como un trofeo?

Lo miró con sabiduría algo hastiada, vieja de siglos.

– A lo mejor. Las mujeres somos muy complicadas en comparación con los hombres, tan rectos en sus mentiras, tan infantiles en sus contradicciones… Tan consecuentes en su vileza -el maítre en persona trajo los cafés; cortado para ella, solo para él. Macarena Bruner se puso un terrón de azúcar y sonrió absorta-. De lo que puede estar seguro es de que Pencho lo sabrá mañana por la mañana. Por Dios que hay facturas que se pagan despacio -bebió un corto sorbo y después miró a Quart con los labios húmedos-. Quizá no debí decir por Dios, ¿verdad? Suena a juramento. No tomarás el nombre de Dios en vano y cosas así.

Quart puso cuidadosamente la cucharilla a un lado de su taza.

– No se preocupe -la tranquilizó-. Yo también menciono a Dios de vez en cuando.

– Es curioso -se inclinaba un poco sobre los codos, y su blusa de seda ligera rozaba el borde de la mesa. Por un segundo Quart intuyó el contenido: pesado, moreno y suave. Haría falta más de una ducha fría para olvidar aquello-. Conozco a don Príamo desde que vino a esta parroquia hace diez años, pero no imagino la vida de un sacerdote por dentro. Nunca me lo había planteado hasta hoy, mirándolo a usted -observó de nuevo las manos de Quart, y luego su mirada ascendió hasta el alzacuello-. ¿Cómo se las arreglan con los tres votos?

Si hay preguntas inoportunas, pensaba él, éste es momento adecuado para formularlas. Miró la copa de vino, apelando a toda su sangre fría:

– Cada uno se las arregla como puede. Hay quien lo plantea como obediencia dialogada, castidad compartida y pobreza líquida.

Alzó un poco la copa como en un brindis, sin probarla, y luego la dejó sobre el mantel para beber a sorbos el café, mientras Macarena Bruner se reía con esa risa franca, sonora, tan contagiosa que Quart estuvo a punto de hacerlo también.

– ¿Y usted? -preguntó ella, sonriendo aún-. ¿Es obediente?

– Suelo serlo -dejó la taza y se secó los labios; después dobló cuidadosamente la servilleta para ponerla sobre la mesa-. Es cierto que procuro razonar, pero siempre acato la disciplina. Hay cosas que no funcionan sin disciplina, y la empresa donde trabajo es una de ellas.

– ¿Se refiere a don Príamo?

Quart enarcó las cejas con indiferencia calculada. En realidad no se refería a nadie en especial, aclaró. Pero ya que lo mencionaba, el padre Ferro era un ejemplo escasamente aconsejable. Muy a su aire, por decirlo de un modo piadoso. Pecado capital número uno, según se entra en el Catecismo y a la derecha.

– Usted no conoce nada de su vida, así que no puede juzgar.

– No pretendo juzgar -se permitió otra mueca-, sino comprender.

– Ni siquiera comprender -ella insistía con calor-. Fue párroco rural durante media vida, en un pueblecito perdido de los Pirineos… Pasaba meses bloqueado por la nieve, y a veces debía recorrer ocho o diez kilómetros para llevar la extremaunción a un moribundo. Sólo había viejos, y se le fueron muriendo uno a uno. Los enterraba con sus propias manos, hasta que ya no hubo nadie. Eso le metió en la cabeza ciertas ¡deas fijas sobre la vida y sobre la muerte, y sobre el papel que ustedes los sacerdotes desempeñan en el mundo… Para él, esta iglesia es muy importante. La cree necesaria, y afirma que cada iglesia que se cierra o se pierde es un trozo de cielo que desaparece. Y como nadie le hace caso, en vez de rendirse, lucha. Suele decir que ya perdió demasiadas batallas allá arriba, en las montañas.

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