Читаем La piel del tambor полностью

Todo eso estaba muy bien, admitió Quart. Muy conmovedor. Incluso había visto un par de películas de argumento parecido. Pero el padre Ferro seguía sujeto a la disciplina eclesiástica. Los curas, precisó, no podemos andar por la vida proclamando repúblicas independientes por nuestra cuenta. No en los tiempos que corren.

Ella movía la cabeza:

– No lo conoce lo suficiente.

– Ni él me lo permite.

– Mañana arreglaremos eso. Se lo prometo -le miraba las manos de nuevo-. En cuanto a su pobreza líquida, parece real. Apenas prueba el vino… Respecto a la otra, usted viste muy bien. Sé reconocer la ropa cara, incluso en un sacerdote.

– Mi trabajo tiene algo que ver. Hay que tratar con gente. Salir a cenar con atractivas duquesas sevillanas -se sostuvieron la mirada, y nadie sonrió esta vez-. Considérela un uniforme.

Hubo un breve silencio que nadie quiso llenar y que Quart encaró con calma. Fue ella quien habló por fin, al cabo de un momento:

– ¿También tiene sotana?

– Claro. Aunque la uso poco.

Trajeron la cuenta y él quiso hacerse cargo, pero Macarena Bruner no lo dejó. Soy yo quien invita, le dijo a Quart, inflexible. Así que éste se la quedó mirando mientras sacaba del bolso una tarjeta oro American Express. Siempre envío las cuentas a mi marido, apuntó con malicia cuando se fue el camarero. Le sale más barato que una pensión de divorcio.

– Nos queda comentar uno de sus tres votos -añadió más tarde-. ¿También practica la castidad compartida?

– Me temo que la castidad la practico a secas.

La vio asentir lentamente y recorrer luego el comedor con la mirada, antes de volver a él de nuevo. Ahora le observaba la boca y los ojos, valorativa:

– No me diga que nunca ha estado con una mujer.

Hay preguntas que no pueden responderse a las once de la noche en un restaurante de Sevilla, a la luz de una vela; pero ella no parecía esperar una respuesta. Extrajo con parsimonia del bolso un paquete de cigarrillos, se puso uno en la boca, y después, con un descaro a la vez natural y calculado, introdujo la mano derecha a la izquierda de su escote, en busca de un encendedor de plástico que llevaba entre la piel y el tirante del sujetador. Quart la observó encender el cigarrillo, negándose a pensar en nada. Y sólo un poco más tarde accedió a preguntarse en qué endiablado embrollo se estaba metiendo.

En realidad, por la educación recibida en Roma y el trabajo de los últimos diez años, la actitud de Quart respecto al sexo había evolucionado de modo distinto al que solían orientar, en los sacerdotes, el comadreo y sordidez del seminario y las normas generales de la institución eclesiástica. En un mundo cerrado, regido por el concepto de culpa, que negaba el contacto con la mujer y donde la única solución oficiosamente aceptada residía en la masturbación o el sexo clandestino y su posterior expiación por el sacramento de la penitencia, la vida diplomática y el trabajo para el Instituto de Obras Exteriores facilitaban lo que monseñor Spada, siempre hábil con los eufemismos, definía como coartadas tácticas. El bien general de la Iglesia, considerado como fin, justificaba a veces el empleo de ciertos medios; y en ese sentido, el atractivo de cualquier apuesto secretario de nunciatura entre las esposas de ministros, financieros y embajadores, víctimas fáciles del instinto de adopción ante sacerdotes jóvenes o interesantes, abría muchas puertas infranqueables por monseñores o eminencias más viejos y correosos. Era lo que monseñor Spada llamaba síndrome de Stendhal, en memoria de dos personajes -Fabricio del Dongo y Julián Sorel- cuyas peripecias había aconsejado leer a Quart apenas ingresado en el IOE. Para el Mastín, la cultura no estaba reñida con el adiestramiento. Todo esto dejaba el asunto a la discreción moral y a la inteligencia de cada protagonista, a fin de cuentas agente de Dios en un campo de batalla donde sus fuerzas eran la oración y el sentido común. Porque, junto a las ventajas de una confidencia obtenida en recepciones, charlas privadas o confesionarios, el sistema encerraba sus riesgos. Muchas mujeres acudían buscando la sustitución afectiva de hombres inalcanzables o maridos indiferentes; y nada más perturbador, para el viejo Adán siempre al acecho bajo buena parte de las sotanas, que la inocencia de una adolescente o las confidencias de una mujer frustrada. En última instancia, la indulgencia oficiosa de los superiores estaba más o menos asegurada -la nave de Pedro era antigua, superviviente y sabia- en función de la ausencia de escándalo y de los resultados operativos.

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