– ¿Y es cierto -dijo después, enjugándose la boca con una punta de la servilleta- que ya no viven juntos aunque siguen casados?
Lo miró, inquisitiva. Dos preguntas seguidas sobre su vida conyugal era algo que no parecía esperar aquella noche. Ahora bailaba un brillo divertido en los reflejos de miel.
– Cierto -respondió, tras un silencio-. No vivimos juntos. Y sin embargo ninguno ha pedido el divorcio, ni la separación, ni nada. El confía quizás en recuperarme; para eso se casó conmigo con el aplauso de todos. Yo era su consagración social.
Quart paseó la mirada por la gente de las mesas próximas y luego se inclinó un poco hacia ella:
– Disculpe. No termino de comprender ese plural. ¿El aplauso de quiénes?
– ¿No conoce a mi padrino? Don Octavio Machuca fue amigo de mi padre, y nos tiene un especial cariño a la duquesa y a mí. Como él dice, soy la hija que no tuvo nunca. Por eso, para asegurar mi futuro, apoyó mi boda con el más brillante joven talento del Banco Cartujano; destinado a sucederle, ahora que está a punto de jubilarse.
– ¿Se casó por eso? ¿Para asegurar su futuro?
Era una pregunta desprovista de matices. El cabello de Macarena Bruner le había resbalado desde el hombro cubriéndole media cara, y ella lo apartó con un gesto de la mano. Miraba a Quart calibrando su interés.
– Bueno. Pencho es un hombre atractivo. También posee una magnífica cabeza, como suele decirse. Y una virtud: es valiente. De los pocos hombres que he conocido capaces de jugársela de verdad por lo que sea: un sueño o una ambición. Y en el caso de mi marido, ex marido o como guste llamarlo, su sueño es su ambición -una vaga sonrisa le asomó a los labios-. Supongo que incluso me casé enamorada de él.
– ¿Y qué ocurrió?
Lo observaba otra vez igual que antes, como si intentase averiguar cuánto interés personal ponía en sus preguntas.
– Nada, en realidad -dijo, neutra-. Cumplí mi parte, y él la suya. Pero cometió un error. O varios. Uno de ellos fue que debió dejar nuestra iglesia en paz.
– ¿Nuestra?
– Mía. Del padre Ferro. De la gente que acude a misa cada día. De la duquesa.
Esta vez era Quart quien sonreía:
– ¿Siempre llama duquesa a su madre?
– Cuando hablo de ella con terceros, sí -sonrió también, con una ternura que Quart no le había visto hasta entonces-. Le gusta. También le gustan los geranios, Mozart, los curas chapados a la antigua y la coca-cola. Esto último es algo insólito, ¿verdad?, en una mujer de setenta años que duerme una vez a la semana con su collar de perlas y todavía se empeña en llamar mecánico al chófer… ¿Aún no la conoce? Lo invito a tomar café mañana, si quiere. Don Príamo nos visita cada tarde, para rezar el rosario.
– Dudo que al padre Ferro le apetezca verme. No le caigo bien.
– Déjelo de mi cuenta. O de cuenta de mi madre. Don Príamo y ella se llevan de maravilla. Tal vez sea buena ocasión para que ustedes hablen de hombre a hombre… ¿Se dice de hombre a hombre tratándose de curas?
Quart sostuvo su mirada, inexpresivo:
– En cuanto a su marido…
– Usted no cesa de hacer preguntas. Para eso ha venido, supongo.
Parecía lamentar irónicamente que ése fuera el motivo. Seguía mirando las manos de Quart como cuando se vieron por primera vez en el vestíbulo del hotel, y éste las había retirado un par de veces de la mesa, incómodo. Por fin resolvió dejarlas quietas sobre el mantel.
– ¿Qué quiere saber de Pencho? -prosiguió ella-. ¿Que se equivocó al creer comprarme? ¿Si esa iglesia es la causa de que yo le declarase la guerra? ¿Que a veces sabe comportarse como un deliberado hijo de mala madre…?
Lo dijo todo con mucha calma, en tono perfectamente objetivo. Un grupo se levantaba de una mesa próxima, y algunos de sus miembros la saludaron. Todos miraban a Quart con curiosidad, en especial las mujeres, rubias y bronceadas, con ese aire andaluz de buena casta que les daba no haber pasado hambre en su vida. Macarena Bruner respondió con una inclinación de cabeza y una sonrisa. Quart la observaba con atención:
– ¿Y por qué no pide el divorcio?
– Porque soy católica.
Imposible saber si hablaba en serio o en broma. Se quedaron los dos en silencio, y él se recostó un poco en el respaldo de la silla, estudiando todavía a la mujer. El collar y la blusa de seda cruda bajo la chaqueta negra resaltaban la piel morena y el escote, junto al resplandor dorado de la vela sobre la mesa. Miró los ojos grandes y oscuros que se mantenían tranquilos, pendientes de los suyos. Y comprendió que algo estaba yendo demasiado lejos para la salud de su alma, en el caso -siempre se le difuminaban la razón y el instinto al llegar a ese punto- de que su alma estuviese sujeta a oscilaciones externas, como los valores de bolsa. Si el símil resultaba válido, en ese momento nadie daría un céntimo por ella.