Desde que
– Ahí lo tenemos, padre.
Cooey, el irlandés, se había quitado las gafas y frotaba los cristales con un kleenex, mirando excitado la pantalla de su ordenador. Otro joven jesuíta, un italiano llamado Garofí, tecleaba desesperadamente en el segundo ordenador a la caza del intruso.
– ¿Es
– Creo que sí -respondió el irlandés, poniéndose las gafas con los cristales limpios-. Al menos conoce el camino y va muy rápido.
– ¿Ha llegado a las TS?
– A algunas. Pero es listo: no cae en ellas.
El padre Arregui bebió un sorbo de café que le achicharró la lengua:
– Maldito sea.
Las TS -
– Está buscando INMAVAT -anunció Cooey.
De nuevo había un rastro de admiración en su voz, y el padre Arregui miró, ceñudo, el cuello y la nuca de su joven experto, que seguía la progresión del
– Ya está -dijo el irlandés.
Hasta Garofi había dejado de teclear y miraba. INMAVAT, el archivo restringido para altos cargos de la Curia, desfilaba a toda velocidad por la pantalla, tripas al aire.
– Sí. Es
El vaso de plástico sonó como un estallido cuando el padre Arregui lo estrujó en la mano antes de arrojarlo a la papelera. En el ordenador de Garofi parpadeaba el cursor del escáner conectado con la policía y con la red telefónica vaticana.
– Hace lo mismo que la otra vez -dijo el italiano-. Camufla su punto de entrada saltando por distintas redes telefónicas.
El padre Arregui tenía los ojos clavados en el cursor parpadeante que se paseaba arriba y abajo por la lista de ochenta y cuatro usuarios de INMAVAT. Habían trabajado varios días para instalar una trampa saducea destinada a quien intentara infiltrarse en VOIA, la terminal personal del Santo Padre. La trampa, inerte cuando se accedía al archivo con clave normal, sólo funcionaba si el intruso provenía del exterior: al franquear el umbral de INMAVAT arrastraba consigo un código oculto cuya existencia era desconocida para el pirata mismo. Algo parecido a una remora invisible. Al llegar a VOIA, esa señal bloqueaba la entrada al destinatario real para desviar al pirata hacia otro ficticio, VOIATS, donde nada de cuanto hiciera podía causar daño, y dejaría, creyendo hacerlo en el ordenador personal del Papa, cualquier nuevo mensaje que trajera consigo.
El cursor se detuvo parpadeando en VOIA. Fueron diez largos segundos en que los tres jesuitas contuvieron el aliento, pendientes de la pantalla del ordenador gemelo. Por fin el cursor hizo clic y apareció el reloj de espera.
– Está entrando -Cooey lo dijo en voz muy baja, como si