El padre Arregui se mordía el labio inferior abrochando y desabrochando un botón de la sotana. Si la trampa no funcionaba o
Desapareció el reloj, cambiando el formato de la pantalla.
– Allá va -apuntó Garofi.
– Uve-Cero-Uno-A-Te-Ese.
Después inició una sonrisa grande, orgullosa, satisfecha.
– Alabado sea Dios -dijo el padre Arregui.
Había arrancado por fin el botón de la sotana. Con él en la mano se inclinó a leer el mensaje que aparecía en la pantalla del ordenador:
Después de aquello.
– Imposible localizarlo -el padre Garofi punteaba inútilmente con el cursor del ratón en su ordenador-. En cada bucle deja detrás una especie de cargas de demolición que destruyen las huellas cuando se va. Ese
– Y también conoce los Salmos -dijo el padre Cooey, poniendo en marcha la impresora para obtener una copia del texto-. Ése es el 63, ¿verdad?
El padre Arregui negaba con la cabeza.
– 73. Salmo 73 -corrigió, y aún miraba preocupado la pantalla del ordenador de Garofi-:
– Algo más sí sabemos de él -dijo de pronto el padre Cooey- Es un pirata con sentido del humor.
Los otros dos sacerdotes miraron el recuadro iluminado. En su interior, pequeñas bolitas rebotaban ahora como pelotas de ping-pong, reproduciéndose cada vez; y al encontrarse dos de ellas se producía una pequeña deflagración nuclear, un pequeño hongo de cuyo centro salía la palabra
Arregui estaba indignado.
– Ah, el canalla -decía-. El hereje.
De repente reparó en el botón de la sotana que tenía en la mano, y lo arrojó a la papelera. Atentos a la pantalla, los padres Cooey y Garofi se reían por lo bajo.
VII La botella de Anís del Mono
En el tiempo ya lejano en que, estudiando la sublime Ciencia, nos inclinábamos sobre el misterio repleto de pesados enigmas.
(Fulcanelli. El misterio de las catedrales
)Eran poco más de las ocho de la mañana cuando Quart cruzó la plaza en dirección a Nuestra Señora de las Lágrimas. El sol iluminaba la espadaña deslucida, sin desbordar todavía la línea de aleros de las casas pintadas de almagre y blanco. Aún gozaban de sombra fresca los naranjos, cuyo aroma lo acompañó hasta la puerta de la iglesia donde un mendigo pedía limosna sentado en el suelo, con las muletas apoyadas en la pared. Quart le dio una moneda y franqueó el umbral, deteniéndose un instante junto al Nazareno de los exvotos. La misa no había llegado al ofertorio.