Читаем La piel del tambor полностью

El padre Arregui se mordía el labio inferior abrochando y desabrochando un botón de la sotana. Si la trampa no funcionaba o Vísperas sospechaba su existencia, el pirata podía enfadarse. Y un pirata furioso en un archivo tan delicado como INMAVAT era impredecible. De todas formas, el equipo de expertos vaticanos se había guardado una carta en la manga: bastaba pulsar una tecla para dejar INMAVAT fuera del sistema. El problema era que, en tal caso. Vísperas comprendería que estaban tras él, y podría desaparecer en el acto. O lo que era peor, volver en otra ocasión con una táctica diferente e inesperada. Por ejemplo, un programa asesino destinado a infectar y destruir cuanto encontrara a su paso.

Desapareció el reloj, cambiando el formato de la pantalla.

– Allá va -apuntó Garofi.

Vísperas estaba dentro de VOIA, y durante un desconcertante momento los tres jesuítas estudiaron angustiados el monitor para ver en cuál de los dos archivos, real o ficticio, había terminado por colarse. A medida que aparecía la clave, Cooey empezó a leer con voz crispada:

– Uve-Cero-Uno-A-Te-Ese.

Después inició una sonrisa grande, orgullosa, satisfecha. Vísperas había infiltrado su fichero pirata en la trampa saducea, y el ordenador personal del Papa estaba fuera de su alcance.

– Alabado sea Dios -dijo el padre Arregui.

Había arrancado por fin el botón de la sotana. Con él en la mano se inclinó a leer el mensaje que aparecía en la pantalla del ordenador:


El enemigo ha arrasado tu santuario.

Rugían los agresores en medio de la asamblea

y levantaron sus propios estandartes.

En la entrada superior abatieron

a hachazos el entramado.

Después, con martillos y mazas

destrozaron todas las esculturas.

Prendieron fuego a tu lugar sagrado

y profanaron la morada de tu nombre.

¿Hasta cuándo nos va a afrentar el enemigo?


Después de aquello. Vísperas cortó el contacto y su señal desapareció de la pantalla.

– Imposible localizarlo -el padre Garofi punteaba inútilmente con el cursor del ratón en su ordenador-. En cada bucle deja detrás una especie de cargas de demolición que destruyen las huellas cuando se va. Ese hacker conoce bien lo que se trae entre manos.

– Y también conoce los Salmos -dijo el padre Cooey, poniendo en marcha la impresora para obtener una copia del texto-. Ése es el 63, ¿verdad?

El padre Arregui negaba con la cabeza.

– 73. Salmo 73 -corrigió, y aún miraba preocupado la pantalla del ordenador de Garofi-: Lamentación ante el Templo Devastado.

– Algo más sí sabemos de él -dijo de pronto el padre Cooey- Es un pirata con sentido del humor.

Los otros dos sacerdotes miraron el recuadro iluminado. En su interior, pequeñas bolitas rebotaban ahora como pelotas de ping-pong, reproduciéndose cada vez; y al encontrarse dos de ellas se producía una pequeña deflagración nuclear, un pequeño hongo de cuyo centro salía la palabra bum.

Arregui estaba indignado.

– Ah, el canalla -decía-. El hereje.

De repente reparó en el botón de la sotana que tenía en la mano, y lo arrojó a la papelera. Atentos a la pantalla, los padres Cooey y Garofi se reían por lo bajo.

VII La botella de Anís del Mono

En el tiempo ya lejano en que, estudiando la sublime Ciencia, nos inclinábamos sobre el misterio repleto de pesados enigmas.

(Fulcanelli. El misterio de las catedrales)


Eran poco más de las ocho de la mañana cuando Quart cruzó la plaza en dirección a Nuestra Señora de las Lágrimas. El sol iluminaba la espadaña deslucida, sin desbordar todavía la línea de aleros de las casas pintadas de almagre y blanco. Aún gozaban de sombra fresca los naranjos, cuyo aroma lo acompañó hasta la puerta de la iglesia donde un mendigo pedía limosna sentado en el suelo, con las muletas apoyadas en la pared. Quart le dio una moneda y franqueó el umbral, deteniéndose un instante junto al Nazareno de los exvotos. La misa no había llegado al ofertorio.

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