Caminó hasta los últimos bancos y fue a sentarse en uno de ellos. Una veintena de fieles se hallaba delante, ocupando la mitad de la nave. El resto de bancos con sus reclinatorios seguían apilados contra el muro, entre los andamios que cubrían las paredes del recinto. La luz del retablo sobre el altar mayor estaba encendida, y bajo el abigarrado conjunto de tallas e imágenes, a los pies de la Virgen de las Lágrimas, don Príamo Ferro oficiaba la misa con el padre Óscar como acólito. La mayor parte de sus feligreses eran mujeres y gente mayor: vecinos de apariencia modesta, empleados a punto de acudir al trabajo, jubilados, amas de casa. Algunas mujeres tenían al lado las cestas o los carritos para la compra. Dos o tres ancianas iban vestidas de negro, y una, arrodillada cerca de Quart, se cubría con uno de aquellos velos de misa caídos en desuso veinte años atrás.
El padre Ferro se adelantó a leer el Evangelio. Sus ornamentos eran blancos, y Quart observó que por el cuello, bajo la casulla y la estola, asomaba el borde del amito: la antigua pieza de tela que, en recuerdo del lienzo que cubrió el rostro de Cristo, los sacerdotes ponían sobre sus hombros al vestirse para la misa antes del Concilio Vaticano II. Sólo los oficiantes muy viejos o muy tradicionalistas recurrían ya a esa prenda; y no era éste el único anacronismo en la indumentaria y actitudes del padre Ferro. La vieja casulla, por ejemplo, era del tipo llamado de guitarra, el peto dejando aberturas completas a los lados, en lugar del modelo usual, próximo a la dalmática, que había venido a sustituirlo por más cómodo y ligero.
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El párroco leía el texto cientos de veces repetido a lo largo de su vida sin mirar apenas el libro abierto sobre el atril, absorto en algún lugar indeterminado del espacio entre él y sus fieles. No había micrófonos -tampoco la pequeña iglesia los necesitaba- y su voz recia, tranquila, desprovista de inflexiones o matices, llenaba con autoridad el silencio de la nave, entre los andamios y las pinturas ennegrecidas del techo. No dejaba lugar a la discusión ni a la duda: todo, fuera de aquellas palabras pronunciadas en nombre de Otro, carecía de valor o de importancia. Aquél era el verbo de la fe.
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Palabra de Dios, dijo regresando tras el altar; y los fíeles rezaron el Credo. Entonces, sin sorprenderse demasiado, Quart descubrió a Macarena Bruner. Estaba tres bancos delante de él, con gafas oscuras, tejanos, el pelo recogido en cola de caballo y la chaqueta sobre los hombros, inclinado el rostro en la oración. Después, al volver al altar, los ojos de Quart encontraron los del padre Óscar que lo observaban, inescrutables, mientras don Príamo Ferro seguía oficiando, ajeno a cuanto no fuese el ritual de sus propios gestos y palabras:
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Atónito, Quart prestó atención a lo que decía el sacerdote: estaba celebrando en latín. De hecho, todas las partes de la misa que no iban directamente dirigidas a los fíeles o no podían ser recitadas de modo colectivo, el padre Ferro las pronunciaba en la vieja lengua canónica de la Iglesia. Aquélla no era una infracción grave, por supuesto; algunas iglesias con fuero especial poseían ese privilegio, y el propio Pontífice oficiaba a menudo la misa en latín, en Roma. Pero las disposiciones eclesiásticas establecían, desde Pablo VI, que la misa se hiciese en las respectivas lenguas de cada parroquia para mayor comprensión y participación de los fieles. Resultaba evidente que el padre Ferro asumía sólo a medias el espíritu de modernidad eclesiástica.
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Quart lo estudió con detenimiento durante el ofertorio. Puestos los objetos litúrgicos sobre los corporales, el párroco elevó al cielo la hostia colocada en la patena y luego, mezclando unas gotas de agua en el vino aportado en las vinajeras por el padre Oscar, hizo lo mismo con el cáliz. Después se volvió a su acólito, que le ofrecía una pequeña jofaina con jarra de plata, y procedió a lavarse las manos.
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