Ella se rió, moviendo la cabeza. Llevaba como siempre el pelo recogido en la nuca con su corta trenza, un polo holgado y téjanos sucios de pintura y yeso. Quart pensó en ella maquillándose frente al espejo antes de la visita del obispo, y en la mirada de aquellos ojos fríos multiplicada al romperse el cristal bajo el puñetazo. Buscó en sus manos la cicatriz. Allí estaba: un trazo lívido de tres centímetros en la cara interior de la muñeca derecha. Se preguntó si había sido intencionado.
– No me diga que oyó misa aquí – dijo ella.
Asintió Quart, viéndola sonreír de modo indefinible. Todavía le miraba la cicatriz; y Gris Marsala, al advertirlo, volvió el antebrazo, ocultándola.
– Ese párroco -dijo Quart.
Iba a añadir algo, pero se quedó callado como si aquello lo resumiera todo. Al cabo de un momento ella sonrió de nuevo; esta vez de modo más oscuro, cual si lo hiciera para sí misma después de escuchar palabras no pronunciadas.
– Sí -murmuró-. Se trata exactamente de eso.
Parecía aliviada, y dejó de protegerse la muñeca. Después le preguntó si había visto a Macarena Bruner, y Quart asintió con un gesto.
– Viene cada mañana, a las ocho -precisó ella-. Los jueves y los domingos, con su madre.
– No la imaginaba tan pía.
No había intención en el sarcasmo, pero Gris Marsala encajó molesta el comentario:
– Déjeme decirle algo. No me gusta ese tono suyo.
Dio él unos pasos frente al retablo, mirando la imagen de la Virgen. Después se volvió de nuevo a la mujer:
– Quizá tenga razón. Pero anoche cené con ella, y sigo desconcertado.
– Sé que cenaron -los ojos claros lo estudiaban con atención, o curiosidad-. Macarena me despertó a la una de la madrugada para tenerme casi media hora al teléfono. Entre otras muchas cosas, dijo que usted vendría a misa.
– Es imposible -objetó Quart-. Ni yo mismo estaba seguro hasta unos minutos antes.
– Pues ya ve. Ella sí lo estaba. Dijo que tal vez así empezara a comprender -se detuvo, inquisitiva-… ¿Ha empezado a comprender?
Quart la miró impávido:
– ¿Qué más le dijo?
Hizo la pregunta de un modo superficial, casi irónico; mas se arrepintió antes de completar la frase. Realmente estaba interesado por lo que Macarena Bruner había podido contarle a su amiga la monja, y le irritaba que resultara evidente.
Gris Marsala miraba el alzacuello de la camisa del sacerdote. Pensativa.
– Dijo muchas cosas. Que usted le cae bien, por ejemplo. Y que no es tan diferente de don Príamo como cree -ahora sus ojos lo recorrían de arriba abajo, valorativos y deliberados-. También dijo que es el cura más sexy que ha visto en su vida -la sonrisa que le asomó a la boca rozaba la provocación-. Dijo exactamente eso: sexy. ¿Qué le parece?
– ¿Por qué me cuenta todo esto?
– Qué tontería. Se lo cuento porque me ha preguntado.
– No me tome el pelo -se llevó un índice a la sien-. Lo tengo gris, como el suyo.
– Me gusta su pelo tan corto. A Macarena también.
– No ha respondido a mi pregunta, hermana Marsala.
Ella rió, e innumerables pequeñas arrugas cercaron sus ojos.
– Apee el tratamiento, se lo ruego -reía al mostrar sus téjanos sucios y los andamios de las paredes-. No sé si todo esto es propio de una monja.
No lo era, se dijo Quart. Ni eso, ni su actitud en el extraño triángulo que formaban ellos dos y Macarena Bruner; o quizá cuarteto, si incluían al inevitable padre Ferro. Tampoco la imaginaba con hábito, en un convento. Parecía haber recorrido un largo camino desde Santa Bárbara.
– ¿Piensa regresar alguna vez?
Tardó un poco en responder. Miraba el fondo de la nave, los bancos apilados cerca de la puerta. Tenía los pulgares en los bolsillos traseros del pantalón, y Quart se preguntó cuántas monjas serían capaces de llevar unos téjanos ceñidos como los llevaba Gris Marsala: esbelta como una muchacha a pesar de su edad. Sólo el rostro y el cabello habían envejecido, y aun así emanaba especial atractivo aquella forma suya de moverse.
– No lo sé -dijo, el aire ausente-. Quizá dependa de este lugar; de lo que ocurra aquí. Creo que por eso no me he ido -ahora se dirigía a Quart sin mirarlo, entornados los ojos ante la luz del sol que ya entraba por el rectángulo iluminado de la puerta-. ¿Nunca sintió de pronto un vacío inesperado, allí donde cree tener un corazón?… Hace clac y se detiene un momento, sin motivo aparente. Luego todo sigue su marcha, pero una sabe que ya no es lo mismo y se pregunta, inquieta, si algo andará mal.
– ¿Cree que lo averiguará aquí?
– Ni idea. Pero hay lugares que encierran respuestas. Esa intuición nos hace vagar alrededor, al acecho. ¿No cree?
Incómodo, Quart se apoyó sobre un pie y luego sobre el otro.
No era su género de conversación favorito, mas necesitaba palabras. En cualquiera podía estar el cabo de la madeja.
– Lo que yo creo es que durante toda la vida vagamos en torno a nuestra tumba. Quizá la respuesta sea ésa.
Al decirlo sonrió un poco, quitándole trascendencia al comentario. Pero ella no se dejó distraer por la sonrisa:
– Yo tenía razón. No es un sacerdote como los otros.