Читаем La piel del tambor полностью

Gavira prestó atención; pero el banquero estuvo un rato callado como si no llegase a concretar la idea. O tal vez se limitaba a provocar a su delfín. De un modo u otro, Gavira guardó silencio.

– Él es la clave -prosiguió Machuca-. Mientras no renuncie, el alcalde seguirá sin vender, el arzobispo sin secularizar, y tu mujer y su madre mantendrán su postura. Esas misas de los jueves te hacen bien la puñeta.

Seguía refiriéndose a Macarena Bruner como mujer de Gavira; y eso, aunque técnicamente era cierto, tenía incómodas connotaciones para éste. Machuca se negaba a aceptar la separación del matrimonio que había apadrinado. También encerraba una advertencia: nada iba a quedar resuelto para su sucesor mientras continuara la equívoca situación conyugal, con Macarena poniéndolo en evidencia. La buena sociedad sevillana, que había aceptado a Gavira cuando su boda con la niña del Nuevo Extremo, no perdonaba cierto tipo de cosas. Hiciera lo que hiciese, curas o toreros de por medio, Macarena era una de ellos; pero Gavira, no. Sin su mujer quedaba reducido a un chulo advenedizo y con dinero.

– En cuanto resuelva lo de la iglesia -dijo- me ocuparé de ella.

Machuca pasaba páginas, escéptico.

– No estoy tan seguro. La conozco desde que era una cría -se inclinó sobre el periódico para beber un poco de su taza-. Aunque saques del juego al párroco y derribes esa iglesia, estás perdiendo la otra batalla. Macarena lo ha tomado como algo personal.

– ¿Y la duquesa?

Surgió un apunte de sonrisa bajo la nariz grande y afilada del banquero:

– Cruz respeta mucho las decisiones de su hija. Y en la iglesia está con ella, sin condiciones.

– ¿La ha visto usted últimamente? Hablo de la madre.

– Claro. Cada miércoles.

Era cierto. Una tarde a la semana. Octavio Machuca enviaba su coche a recoger a Cruz Bruner, y la esperaba en el parque de María Luisa para dar un paseo. Podía vérseles allí, bajo los sauces, o sentados en un banco de la glorieta de Bécquer las tardes de sol.

– Pero ya sabes cómo es tu suegra -Machuca aguzó un poco la sonrisa-. Sólo conversamos sobre el tiempo, las macetas de su patio y las flores del jardín, los versos de Campoamor… Y cada vez que le recito eso de: «Las hijas de las mujeres que amé tanto/me besan ya como se besa a un santo», se ríe como una chiquilla. Hablar de su yerno, o de la iglesia, o del fracaso matrimonial de su hija, le parecería una ordinariez -señaló el extinto banco de Levante, en la esquina de Santa María de Gracia-. Apostaría ese edificio a que ni siquiera sabe que estáis separados.

– No exagere usted, don Octavio.

– No exagero en absoluto.

Bebió Gavira un sorbo de cerveza en silencio. Era una exageración, por supuesto; pero definía bien el carácter de la vieja dama que habitaba la Casa del Postigo como una monja de clausura en su convento, paseante de sombras y recuerdos en el viejo palacio ya demasiado espacioso para ella y su hija, corazón de barrio antiguo hecho de mármoles, azulejos, cancelas y patios con macetas, mecedoras, canario, siesta y piano. Ajena a cuanto ocurría de puertas afuera, salvo en sus paseos semanales a la nostalgia con el amigo de su difunto marido.

– No es que pretenda entrometerme en tu vida privada, Pencho -el anciano acechaba tras sus párpados entornados-. Pero a menudo me pregunto qué pasó con Macarena.

Gavira movió la cabeza, sereno.

– Nada especial, se lo aseguro. Supongo que la vida, mi trabajo, crearon tensiones… -le dio una chupada al cigarrillo y dejó irse el humo por la nariz y la boca-. Además, usted sabe que ella quería un hijo ya mismo, en seguida -titubeó un instante-. Yo estoy en plena lucha por hacerme un lugar, don Octavio. No tengo tiempo para biberones, y le pedí que esperase… -sentía la boca muy seca de repente, y recurrió de nuevo a la cerveza-. Que esperase un poco, eso es todo. Creí haber logrado convencerla y que todo iba bien. De pronto, un día, zas. Se fue con un portazo y me declaró la guerra. Hasta hoy. Quizá coincidió con nuestra falta de entendimiento sobre la iglesia, o no sé -hizo una mueca-. Quizá coincidió todo.

Machuca lo miraba, fijo y frío. Casi con curiosidad.

– Lo del torero -sugirió- fue un golpe bajo.

– Mucho -también lo era sacar eso a relucir, pero Gavira se abstuvo de decirlo-. Aunque usted sabe que hubo un par más, apenas se fue. Antiguos amigos de cuando era soltera, y ese Curro Maestral, que ya tonteaba con ella -dejó caer el cigarrillo entre los zapatos y lo aplastó retorciendo el talón, sañudo-. Es como si de pronto se hubiera lanzado a recobrar el tiempo perdido conmigo.

– O a vengarse.

– Puede ser.

– Algo le hiciste, Pencho -el viejo banquero movía la cabeza, convencido-. Macarena se casó enamorada de ti.

Gavira miró a un lado y a otro, observando sin fijarse demasiado a la gente que pasaba por la calle.

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