Dicho eso se comió la gamba y despachó de un trago media caña de cerveza. Andaba a todas horas con desayunos suplementarios, aperitivos, pinchos y bocadillos, y Quart se preguntó, mientras observaba la menuda y flaca figura del subcomisario, dónde metía todo aquello. Hasta el 357 Magnum le abultaba tanto en el cuerpo que lo llevaba en una bolsa colgada del hombro; una bolsa moruna, de cuero repujado con flecos, que seguía oliendo a zoco y a piel de camello mal curtida. Con las grandes entradas del pelo que llevaba largo por detrás y recogido en una coleta, las gafas redondas de acero y la holgada camisa apache de flores que lucía aquella mañana, la bolsa le daba a Simeón Navajo un aspecto peculiar. Algo que contrastaba con la alta, delgada y severa figura vestida de negro del sacerdote.
– No existe en nuestros archivos -prosiguió el policía- ninguna referencia sobre las personas que le interesan… Tenemos estudiantes jovencitos que se divierten con travesuras informáticas, un montón de gente que comercializa copias piratas de programas, y un par de fulanos de cierto nivel que de vez en cuando se pasean por donde no deben. Uno de ellos intentó hace un par de meses entrar en las cuentas corrientes del Banksur y hacerse unas transferencias a sí mismo. Pero de lo que usted busca, ni rastro.
Estaban de pie ante la barra, bajo una sucesión de embutidos que pendían del techo. El policía cogió otra gamba cocida del plato, le arrancó la cabeza para chuparla con deleite, y luego se puso a pelar el resto con mano experta. Quart miró el vaso empañado de su cerveza, casi intacto:
– ¿Hizo la gestión que le pedí con las empresas comerciales y con Telefónica?
– La hice -Navajo asentía con la boca llena-. Nadie de su lista adquirió, al menos con nombre y número de identificación fiscal propio, material informático avanzado. En cuanto a Telefónica, el jefe de seguridad es amigo mío. Según me cuenta, su
Se comió la gamba, apurando la cerveza, y pidió otra. Una pata del bicho se le había quedado enredada en el bigote.
– Eso es cuanto puedo contarle.
Quart le sonrió al policía:
– No es gran cosa, pero se lo agradezco.
– No debe agradecerme nada -Navajo ya la emprendía con otra gamba; el montoncito de cascaras bajo sus pies crecía con rapidez vertiginosa-. Me encantaría poder echarle una mano de verdad, pero mis jefes lo han dejado muy claro: cooperación oficiosa, la que sea posible. Algo en plan personal, entre usted y yo. Por los viejos tiempos. Pero no quieren complicarse la vida con iglesias, curas, Roma y todo eso. Otra cosa sería que alguien cometiera o hubiese cometido un delito concreto, de mi competencia. Pero las dos muertes fueron consideradas accidentes por el juez… Y que un
Se deslizaba el sol despacio sobre el Guadalquivir, sin un soplo de brisa, y en la otra orilla las palmeras parecían centinelas inmóviles montándole guardia a La Maestranza. El Potro del Mantelete era un perfil de estatua contra el reverbero del río en la ventana; un cigarrillo en la boca y tan quieto como el bronce de su maestro Juan Belmente. A don Ibrahim, sentado ante la mesa del comedor, un aroma de huevos fritos con morcilla le venía desde la cocina con la canción que tarareaba la Niña Puñales: