Aprobó un par de veces con la cabeza el ex falso letrado, moviendo silenciosamente los labios bajo el mostacho para acompañar la letra que la Niña iba desgranando bajito, con su voz ronca de aguardiente, mientras rasera en mano y delantal sobre el vestido de lunares freía los huevos con muchas puntillas, como le gustaban a don Ibrahim. Cuando no se apañaban tapeando por los bares de Triana, los tres compadres solían reunirse a comer algo en casa de la Niña, un modesto segundo piso de la calle Betis que, eso sí, tenía una vista de Sevilla con el Arenal a tiro de piedra, y la Torre del Oro y la Giralda, que ya la hubieran querido los reyes y los millonarios y los artistas de cine con todos sus parneses. Aquella ventana al Guadalquivir era el único patrimonio de la Niña Puñales; había comprado el piso mucho tiempo atrás, con los escasos beneficios que logró reunir de su pasajera fama, y -decía, a modo de consuelo- al menos eso no se lo llevó la trampa. Allí vivía sin necesidad de pagar alquiler, con algunos viejos muebles, una cama de latón reluciente, una estampa de la Virgen de la Esperanza, una foto dedicada de Miguel de Molina, y una cómoda donde amarilleaban las colchas, los manteles y las sábanas bordadas del ajuar intacto. Eso le permitía destinar sus escasos recursos a pagar puntualmente las cuotas mensuales de El Ocaso, S.A., con las que desde hacía veinte años se costeaba un humilde nicho y una lápida en el rincón más soleado del cementerio de San Fernando. Porque la Niña era cantidad de friolera.
Don Ibrahim murmuró un ole sin darse cuenta, y siguió aplicándose en su tarea. Tenía sombrero, chaqueta y bastón sobre una silla contigua, y estaba en mangas de camisa, con elásticos que se las sujetaban sobre los codos. El sudor le ponía cercos húmedos bajo las rollizas axilas y en el cuello suelto, donde llevaba flojo el nudo de una corbata a rayas azules y rojas que, afirmaba, le había regalado aquel inglés alto, Graham Greene, a cambio de un Nuevo Testamento y una botella de Four Roses cuando estuvo en La Habana para escribir una novela de espías -corbata que, aparte el valor sentimental, además era auténtica de Oxford-. A diferencia de la Niña, ni don Ibrahim ni el Potro del Mantelete tenían vivienda propia. El Potro andaba realquilado por allí cerca en una casa flotante, un barco de turistas medio abandonado que le dejaba un amigo con quien había coincidido en la tauromaquia y en el Tercio. Por su parte, el gordo indiano era pupilo fijo en una modesta pensión del Altozano -los otros eran un viajante de peines de caballero y una dama madura de belleza ajada y profesión dudosa, o más bien no dudosa en absoluto- regentada por la viuda de un guardia civil muerto por ETA en el Norte.