VIII Una dama andaluza
– ¿No hueles los jazmines?
– ¿Cuáles, si no hay jazmines?
– Los que estaban aquí antiguamente.
(Antonio Burgos. Sevilla
)Si existe sangre azul, la de María Cruz Eugenia Bruner de Lebrija y Álvarez de Córdoba, duquesa del Nuevo Extremo y doce veces grande de España, era de color azul marino. La madre de Macarena Bruner había tenido antepasados en el cerco de Granada y en la conquista de América, y sólo dos casas de la rancia aristocracia española, Alba y Medina-Sidonia, la superaban en solera. Sin embargo, hacía mucho que sus títulos estaban desprovistos de contenido. El tiempo y la historia fueron engullendo las tierras y el patrimonio, y la extensa relación que cruzaba en todas direcciones su árbol genealógico y los cuarteles de sus escudos de armas, era una retahíla de conchas vacías como las que blanquean arrojadas por el mar a las playas. A la anciana señora que tomaba sorbos de coca-cola frente a Lorenzo Quart en el patio de la Casa del Postigo le faltaban un mes y siete días para cumplir setenta años. Sus antepasados habían viajado de Sevilla a Cádiz sin salir de sus tierras, el rey Alfonso XIII y la reina Victoria Eugenia la sostuvieron sobre la pila de bautismo, y el propio general Franco, a pesar de su desdén hacia la antigua aristocracia española, no pudo sustraerse de besarle la mano en aquel mismo patio andaluz después de la guerra civil, inclinado muy a su pesar sobre el mosaico romano que ocupaba el suelo desde que fue traído directamente, cuatro siglos atrás, de las ruinas de Itálica. Pero el tiempo discurre implacable, rezaba la leyenda del reloj inglés de pared que daba las horas y los cuartos en la galería de columnas y arcos mudéjares, decorada con alfombras de las Alpujarras y bargueños del XVI que la amistad familiar del banquero Octavio Machuca había rescatado de un triste destino en las almonedas sevillanas. Del antiguo esplendor quedaban el patio lleno de aromas y macetas con geranios, aspidistras y helechos, la reja plateresca, el jardín, el comedor de verano con bustos romanos de mármol, algunos muebles y cuadros en las paredes. Y entre todo eso, con una doncella, un jardinero y una cocinera como única asistencia en una casa donde creció, cuando niña, entre una veintena de personas de servicio, con el aire ausente de una sombra tranquila inclinada sobre su memoria, vivía la vieja dama de cabello blanco y collar de perlas en torno al cuello. La misma que ofrecía más café a Quart, mientras se daba aire con un ajado abanico cuyo país fue pintado, con dedicatoria personal, por Julio Romero de Torres.
Quart se sirvió un poco más en la taza, levemente agrietada, de la Compañía de Indias. Estaba en camisa, pues la duquesa había insistido tanto en que se quitara la chaqueta a causa del calor que no tuvo más remedio que obedecer, colgándola del respaldo de la silla. Una camisa de manga corta, negra, con alzacuello impecable, que le dejaba al descubierto los antebrazos bronceados y fuertes. Su pelo gris al rape y el aspecto deportivo y limpio le daban apariencia de misionero, apuesto, saludable, en contraste con el pequeño y duro padre Ferro, que ocupaba la silla contigua enfundado en su raída sotana llena de manchas. Sobre la mesita baja puesta en el patio, junto a la fuente central, había café, chocolate, y una insólita botella de coca-cola familiar. La vieja duquesa, acababan de oírle decir, no soportaba las latas. El sabor era distinto, metálico. Hasta las burbujas picaban de forma diferente.
– ¿Más chocolate, padre Ferro?
Asentía breve el párroco sin mirar a Quart, acercando su taza para que Macarena Bruner la llenara de nuevo ante la mirada aprobadora de su madre. La duquesa parecía complacida con dos sacerdotes en casa. Hacía años que el padre Ferro acudía puntual a las cinco de la tarde, salvo los miércoles, para rezar el rosario con la anciana señora y ser invitado después a merendar, en el patio con buen tiempo, o en el comedor de verano los días de lluvia.
– Qué suerte vivir en Roma -comentaba la duquesa entre un abrir y cerrar de abanico-. Tan cerca de Su Santidad.