El collar de marfil le destacaba entre el cuello abierto de la camisa, y Quart no pudo menos que preguntarse si también escondía aquella tarde el encendedor de plástico en el tirante del sujetador. Habría pagado a gusto dos meses de Purgatorio por ver la expresión del padre Ferro mientras ella encendía un cigarrillo.
– Se equivocan -dijo-. Estoy aquí porque mis superiores quieren hacerse una idea exacta de la situación -bebió otro sorbo de café y puso cuidadosamente la taza sobre el platillo, en la mesita taraceada-. Nadie pretende desalojar al padre Ferro de su parroquia.
El aludido se enderezó en su silla:
– ¿Nadie? -bajo el pelo cano a trasquilones, su cara llena de cicatrices se alzaba hacia las galerías del piso alto, como si a modo de respuesta alguien estuviese a punto de asomarse allá arriba-. Se me ocurren varios nombres y entidades, así, de pronto. El arzobispo, por ejemplo. El Banco Cartujano. El yerno de la señora duquesa… -los ojos oscuros y recelosos se clavaron en Quart- Y no me diga que a Roma le quita ahora el sueño la defensa de una iglesia y de un cura.
Os conozco de sobra, decían aquellos ojos. Así que no me vengas con historias. Sintiéndose observado por Macarena Bruner, Quart hizo un ademán conciliador:
– A Roma le importa cualquier iglesia y cualquier cura.
– No me haga reír -dijo el padre Ferro. Y se rió sin ganas.
Cruz Bruner le tocó afectuosamente un brazo con el abanico.
– Estoy segura de que el padre Quart no pretende hacerle reír, don Príamo -miraba a Quart pidiéndole que confirmara sus palabras-. Parece un sacerdote muy cabal, y creo que su misión es importante. Puesto que de informarse se trata, deberíamos cooperar con él -le dirigió un vistazo rápido a su hija antes de abanicarse un poco, el gesto fatigado-. La verdad nunca hace daño a nadie.
Inclinaba el párroco la frente testaruda, respetuoso y cimarrón a un tiempo.
– Ojalá compartiera su inocencia, señora -bebió un poco de chocolate, y una gota le quedó suspendida en los reflejos blancos y grises, mal afeitados, de la barbilla. Se la secó con un pañuelo enorme, mugriento, que extrajo del bolsillo de la sotana-. Pero me temo que en la Iglesia, como en el resto del mundo, casi todas las verdades son mentira.
– No diga eso -se escandalizaba la duquesa, medio en broma medio en serio-. Se va usted a condenar.
Cerraba y abría el abanico, agitándolo ante sus ojos. Y entonces, por primera vez. Lorenzo Quart vio sonreír de verdad al padre Ferro. Una mueca bonachona y escéptica, semejante a la de un oso adulto al que incomodan los oseznos. Un gesto que suavizaba su rostro tallado a buril, humanizándolo de modo inesperado: el de la foto polaroid que tenía en su habitación del hotel, hecha en aquel mismo patio. Por asociación, Quart se acordó de monseñor Spada, su jefe del IOE. Arzobispo y párroco sonreían del mismo modo, a la manera de gladiadores veteranos para quienes la dirección del pulgar, arriba o abajo, fuera lo de menos. Se preguntó si alguna vez él sonreiría así. Macarena Bruner todavía lo miraba, y también ella parecía poseer el secreto de esa sonrisa.
La duquesa observó a su hija y después a Quart.
– Escuche, padre -dijo, tras corta reflexión-. Esa iglesia es importante para mi familia… No sólo por lo que significa; sino porque, como dice don Príamo, una iglesia que se destruye es un trozo de cielo que desaparece. Y no me interesa que el lugar a donde quiero ir se reduzca en extensión -llevó a sus labios el vaso de coca-cola, entornando los ojos con placer cuando las burbujas le cosquillearon la nariz-. Confío en nuestro párroco para que me haga llegar en un plazo razonable.
El padre Ferro se sonaba ruidosamente la nariz con el pañuelo.
– Usted irá allí, señora -se sonó otra vez-. Tiene mi palabra.
Se metió el pañuelo en el bolsillo, mirando a Quart como si lo desafiara a desmentir su facultad para hacer aquel tipo de promesas. Cruz Bruner aplaudía con el abanico contra la palma de la mano, encantada.
– ¿Ve? -le dijo a Quart-. Ésa es la ventaja que tiene invitar a merendar a un sacerdote seis días a la semana… Se consiguen ciertos privilegios -los ojos húmedos miraban al padre Ferro agradecidos, graves y burlones a un tiempo-. Ciertas seguridades.
Se removió el párroco en su silla, incómodo por el silencio de Quart.
– Sin mí llegaría lo mismo -dijo, hosco.
– Tal vez sí, y tal vez no. Pero estoy segura de que, si no me facilitan la entrada, usted será capaz de montar un buen escándalo allá arriba -la anciana señora le echó una ojeada al rosario de azabache que estaba en la mesita llena de revistas y diarios, junto a un libro de oraciones, y suspiró esperanzada-. A mi edad, eso tranquiliza.