Del jardín cercano, al otro lado de la reja abierta bajo uno de los arcos de la galería, llegaba el canto de los mirlos. Una melodía suave, salpicada de tonalidades dulces, que cada vez terminaba con dos trinos agudos. Mayo era el mes de celo, explicó la duquesa, vuelta de lado para escuchar. Los mirlos solían posarse junto a la tapia que daba a un convento de clausura, y a menudo sonaban juntos su canto y el de las hermanas. Su padre el duque, abuelo de Macarena, había pasado los últimos años de vida grabando el canto de aquellas aves. Las cintas y discos andaban por la casa en alguna parte. A veces, entre los pájaros, podían oírse los pasos del abuelo sobre la gravilla del jardín.
– Mi padre -añadió la anciana duquesa- era un hombre muy de antes. Muy gran señor. No le habría gustado ver en qué termina el mundo que conoció -por el modo en que inclinaba la cabeza al decirlo, era evidente que tampoco a ella le gustaba-… Hay un libro publicado antes de la guerra civil,
– Mamá.
La duquesa alzó una mano en dirección a su hija.
– Déjame que diga lo que quiera. Aunque a don Príamo no le haya gustado nunca Pencho, a mí sí. Y que te hayas separado de él no cambia las cosas -se abanicó de nuevo, con vigor insospechado en una anciana de su edad-. Pero reconozco que en lo de la iglesia no se está comportando como un caballero.
Macarena Bruner encogió los hombros.
– Pencho nunca lo fue -había cogido un terrón del azucarero y lo chupaba, distraída. Quart la estuvo mirando hasta que de pronto alzó los ojos hacia él, con el azúcar deshaciéndosele en la boca-. Ni pretende hacerse pasar por tal.
– No, claro -la ironía silbó de pronto, inesperada, en boca de la vieja dama-. Tu padre, ése sí que era un caballero. Un caballero andaluz.
Se quedó pensativa, tocando con la punta de los dedos el zócalo de azulejos que rodeaba la fuente del patio. Aquellos azulejos, le explicó inesperadamente a Quart sin que viniese a cuento, eran del siglo XVI y estaban dispuestos según las más ortodoxas leyes de la heráldica: no encontraría en toda la casa un solo color junto a otro color, ni metal junto a metal. Ningún rojo y verde, o plata y oro, iban emparejados, sino fronteros.
– Un caballero andaluz -repitió, al cabo de un instante de silencio. Y la línea de carmín en sus labios marchitos y casi inexistentes se agitó un poco, igual que una sonrisa amarga que no hubiese llegado a concretarse nunca en público.
Macarena Bruner movía la cabeza como si el anterior silencio hubiera estado destinado a ella:
– Para Pencho la iglesia no significa nada -parecía dirigirse a Quart más que a su madre-. Se traduce en metros cuadrados de suelo urbanizable. No podemos exigirle que comparta nuestros puntos de vista.
De nuevo intervino la duquesa:
– Desde luego -afirmó-. Quizás alguien de tu clase.
A su hija no le gustó aquello. Ahora la miraba muy seria:
– Tú te casaste con alguien de tu clase.
– Tienes razón -la anciana volvía a esbozar una sonrisa triste-. Al menos, hombre por hombre, tu marido lo es de la cabeza a los pies. Valiente, con esa insolencia que da no contar sino con las propias fuerzas… -le dirigió una rápida mirada al párroco-. Nos guste o no lo que haga con nuestra iglesia.
– Aún no lo ha hecho -opuso Macarena-. Y no lo hará, si puedo evitarlo.
Cruz Bruner frunció un poco más los labios:
– Pues se lo estás haciendo pagar bien caro, hija mía.
Se adentraban en un terreno donde la vieja dama parecía molesta, y la forma de dirigirse a su hija mostraba una discreta censura. Esta contempló el vacío sobre el hombro de Quart, satisfecho de no ser el objeto ausente de aquella mirada.
– No ha terminado de pagar -murmuró Macarena
– De un modo u otro -opinó la madre-, siempre será tu marido, vivas con él o no. ¿Verdad, don Príamo?… -de nuevo dueños de si, los ojos húmedos y burlones se posaron en Quart-. Al padre no le gusta mi yerno, pero sostiene el carácter indisoluble del matrimonio. De cualquier matrimonio.
– Es cierto -al párroco le habían caído gotas de chocolate en la sotana y se las sacudía con la mano, airado- Lo que un sacerdote ata en la tierra no puede desatarlo ni Dios.