Читаем La piel del tambor полностью

Ni Concha Piquer ni Pastora Imperio ni nadie en el mundo, pensaba don Ibrahim oyendo rematar a la Niña con ese temple cuajado de hembra flamenca que toda aquella chusma de empresarios y críticos y vil gallofa había terminado empeñándose en no reconocer. Era un puntazo oírla en Semana Santa, en cualquier esquina donde la pillara, cuando se ponía a cantarle una saeta a la Esperanza o a su hijo, el Cachorro de Triana, que hacía callarse los tambores y le ponía al personal la carne de gallina. Porque la Niña Puñales era el cante y era la copla, y era España por los cuatro costados; no la de folklore barato y facilón para turistas y castizos de pastel, sino la otra, la de verdad. La leyenda oliendo a humo de taberna, los ojos verdes y el sudor del macho de toda la vida. La memoria dramática de un pueblo que echaba las penas cantando y los diablos empalmando navajas desesperadas, relucientes como los cachos de luna que alumbraban al Potro del Mantelete cuando saltaba de noche los cercados, desnudo para no romperse la única camisa, seguro de que iba a comerse el mundo y a alfombrarse la vida con billetes de mil, antes de que los toros le dejaran el chirlo en el cuello y la derrota en una esquina de los ojos. Aquella misma España que había borrado de los carteles a la Niña Puñales, la mejor voz flamenca de Andalucía y del siglo, sin tan siquiera una pensión de desempleo para ir tirando. La patria lejana que don Ibrahim soñaba en sus noches juveniles y caribeñas, a la que había pensado regresar un día como los indianos de antaño, con un Cadillac descapotable y un puro, y que sólo le dio incomprensión, escarnio y vilipendio con aquel desgraciado asunto del falso título de letrado habanero. Pero hasta los hijos de puta les deben algo a sus madres, razonaba don Ibrahim. Y las quieren. Y aquella España ingrata también tenía lugares como Sevilla, barrios como Triana, bares como Casa Cuesta, corazones fieles como el Potro, y voces de hermosa tragedia como la Niña. Una voz a la que, por poco que salieran bien las cosas, le iban a poner aquel local de poderío, ese Templo de la Copla que en las noches de fino, manzanilla, humo de tabaco y conversación, imaginaban entre los tres formal, solemne, con sillas de enea, camareros viejos y silenciosos -el impasible Potro iba a ser jefe de sala-, botellas en las mesas, un foco sobre el tablao, y una guitarra rasgueando compases de verdad para la Niña Puñales, con su voz bronca devuelta al público aún con más arte y sentimiento. Reservado el derecho de admisión, con entrada prohibida a los turistas en grupo y a los pelmazos con teléfono móvil. Y don Ibrahim no esperaba otro premio que sentarse en alguna mesa oscura, al fondo de la sala, y beberse algo despacio con un Montecristo humeándole en la mano y un nudo en la garganta oyendo cantar a la Niña Puñales. Eso, y que la caja fuera bien. Tampoco era que lo cortés quitara lo valiente.

Vertió un poco más de gasolina en la botella, con mucho cuidado para que no se derramase fuera. Había puesto hojas de periódico sobre la mesa para proteger el barniz, y secaba con un trapo las gotas de combustible que resbalaban sobre el cristal troquelado y la etiqueta de Anís del Mono. La gasolina era sin plomo y de la mejor, 98 octanos, porque -lo había apuntado la Niña con muy buen juicio- no iban a pegarle fuego con cualquier cosa a una iglesia consagrada. Así que mandaron al Potro con una lata vacía de aceite de oliva Carbonell para traerse un litro de la gasolinera más cercana. Con un litro va que arde, había dicho muy serio don Ibrahim con la gravedad del especialista, adquirida -afirmaba- una vez que Ernesto Che Guevara le explicó, mientras tomaban mojitos en Santa Clara, cómo hacer un cóctel molotov. Que era un invento ruso de Carlos Marx.

El líquido hizo una burbuja y cayó fuera del gollete. Don Ibrahim lo enjugó con el empapado pañuelo y puso éste en el cenicero que había sobre la mesa. La bomba incendiaria estaba destinada a funcionar con un mecanismo algo rudimentario pero eficaz, de cuya invención don Ibrahim estaba orgulloso: un trozo de vela fina, cerillas, un reloj despertador de cuerda, dos metros de hilo bramante, una botella que se cae. Y la ignición cuando los tres compadres estuviesen en un bar a la vista de todo el mundo, por aquello de cuidar al detalle la coartada. La madera de los bancos apilados contra el muro y las viejas vigas del techo harían el resto. No era necesario que la destrucción fuese total, había precisado Peregil al darles instrucciones para agilizar el tema. Bastaba con arruinar aquello un poco; aunque si todo el edificio se iba al carajo, mucho mejor. Pero sobre todo -los miraba inquieto, de uno en uno- que parezca un accidente.

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