Seguía Quart el movimiento de sus labios pronunciando las frases latinas en voz baja. El lavatorio de manos era otra costumbre en vías de extinción, aunque aceptada en el orden común de la misa. Y pudo apreciar más detalles anacrónicos, poco vistos desde que, con diez o doce años, asistía como monaguillo al cura de su parroquia: el padre Ferro juntó las yemas de los dedos bajo el chorro de agua que le vertía el acólito y después, una vez secas las manos, mantuvo pulgares e índices juntos, formando un círculo, para impedir que tuviesen contacto con nada; e incluso las páginas del misal las pasaba con los otros tres dedos, que mantenía rígidos. Todo aquello era exquisitamente ortodoxo a la antigua usanza, muy propio de viejos eclesiásticos renuentes a aceptar el cambio de los tiempos. Sólo le faltaba oficiar de espaldas a los fieles, vuelto hacia el retablo y la imagen de la Virgen como se hacía tres décadas atrás. Y a don Príamo Ferro, sospechaba Quart, eso no lo hubiera incomodado en absoluto. Vio que rezaba el canon inclinando su cabeza testaruda, hirsuto pelo blanco trasquilado a tijeretazos:
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Muy a su pesar, incluso con su escepticismo técnico a cuestas y el desdén que le inspiraba la figura del padre Ferro, el sacerdote que había en Lorenzo Quart no pudo menos que conmoverse ante la singular solemnidad que el ritual, aquellos gestos y palabras, confería al veterano párroco. Era como si la transformación simbólica que en ese momento se registraba sobre el altar transfigurase también su apariencia de tosco cura provinciano para revestirla de autoridad; un carisma que hacía olvidar la vieja y sucia sotana y los zapatos sin lustrar bajo la casulla de cuello raído, hilos de oro y adornos deslucidos por el paso del tiempo. Dios -si es que había un Dios tras aquella madera dorada, barroca, reluciente en torno a la Virgen de las Lágrimas- accedía sin duda, por un instante, a poner la mano en el hombro del anciano gruñón que, inclinado sobre la hostia y el cáliz, consumaba el misterio de la encarnación y muerte del Hijo. Además, se dijo Quart mirando los rostros que tenía ante sí -incluida Macarena Bruner vuelta hacia el altar y pendiente, como los otros, de las manos del sacerdote-, lo que en ese momento importaba menos era que hubiese o no, en alguna parte, un Dios dispuesto a impartir premios y castigos, condenación o vida eterna. Lo que contaba en aquel silencio donde la voz recia del padre Ferro desgranaba la liturgia eran los rostros graves, tranquilos, pendientes de sus manos y su voz, murmurando con el oficiante palabras, comprendidas o no, que se resumían en una sola: consuelo. Lo que significaba calor frente al frío, o una mano amiga en la oscuridad. Y como ellos, arrodillado en su reclinatorio con los codos sobre el respaldo del banco que tenía delante, Quart repitió para sus adentros las palabras de la consagración mientras se removía incómodo; consciente de que acababa de franquear el umbral de la comprensión respecto a aquella iglesia, su párroco, el mensaje de