Raistlin se despertó sobre la dura piedra, fría y pulida, como si estuviera descansando sobre la superficie de un lago helado de aguas negras y relucientes. Lo rodeaba un círculo formado por veintiuna columnas de piedra, informes y sin tallar. Las columnas se alzaban tan juntas entre sí que Raistlin no podía ver lo que había al otro lado.
No tenía la menor idea de cuánto tiempo llevaba dormido. Recordó momentos de una semiinconsciencia somnolienta, en los que pensaba que debería despertarse, que los granos de su reloj de arena estaban cayendo muy rápido y que él no estaba allí para darles forma. Varias veces intentó aferrarse a las riberas de la conciencia y salir del profundo pozo del sueño, pero siempre descubría que le fallaban las fuerzas.
Ya despierto, le costaba hacerse a la idea de moverse, como quien se resiste a abandonar el abrigo de la cama en una mañana gris en la que las gotas de lluvia golpean suavemente la ventana. El aire era puro y calmo, y llevaba hasta él el aroma de la primavera. Pero era un aroma lejano, como si se tratara de una estación remota, distante; como si allí, en aquel valle, el transcurso del año no importase.
Raistlin levantó la vista hacia el cielo y vio que el alba estaba cercana. Sin embargo, no tenía la menor idea de qué día podía ser. Sobre su cabeza, el cielo estaba negro como la muerte. Una luz tenue, que se asomaba titubeante por el este, prometía un amanecer rosado. Las estrellas brillaban intensamente, pero ninguna superaba a la estrella roja, el fuego de la fragua de Reorx. Las constelaciones de los otros dioses también eran visibles, todas al mismo tiempo, algo imposible.
El otoño anterior, Raistlin había mirado hacia el cielo y había visto que faltaban dos constelaciones: la de Paladine y la de Takhisis. ¡Qué lejano le parecía aquel momento! Las hojas del otoño se habían consumido en el fuego y se habían convertido en humo. El invierno había honrado a los muertos con su nieve blanca y pura. La nieve se fundía y la nueva vida, nacida de la muerte y el sacrificio, luchaba con obstinación para abrirse camino a través de la tierra helada.
—La Morada de los Dioses —se dijo Raistlin a sí mismo, en voz baja.
Había dormido sobre la dura piedra sin ni siquiera una manta, pero no se sentía entumecido ni dolorido. Se puso de pie, se sacudió la túnica y se aseguró de que el Bastón de Mago seguía a su lado. Podía ver las constelaciones reflejadas en la superficie, negra y brillante.
Las estrellas estaban por encima y por debajo, como en un reloj de arena.
Las columnas que lo rodeaban podían parecerse a los barrotes de una prisión. No vio ningún hueco por el que pudiera pasar entre ellas.
«Para algunos, la fe es una prisión —reflexionó—. Para otros, la fe conlleva la libertad.»
Raistlin caminó con paso resuelto hacia las columnas y, sin saber cómo había ido a parar allí, se encontró en el otro lado.
—Interesante —murmuró.
Sentía sed y hambre. Ni en sus mejores tiempos había comido mucho, pero en los últimos días había soportado tanta tensión y una confusión interna tan profunda, que se había olvidado por completo de comer. Como si hubiera aparecido allí por sólo pensarlo, encontró un arroyo de aguas cristalinas que bajaba de las montañas. Raistlin bebió hasta hartarse y, mojando un pañuelo, se lavó la cara y el cuerpo. El agua tenía propiedades reconstituyentes, o eso parecía, pues se sintió más fuerte y vigoroso. Ya no sentía hambre.
Raistlin había leído algo sobre La Morada de los Dioses, pero no mucho, pues no se había escrito gran cosa. El Esteta que había viajado a Neraka había intentado encontrar aquel lugar, que estaba muy cerca de la temida ciudad, pero no lo había conseguido. La Morada de los Dioses era el lugar más sagrado del mundo. Se desconocía quién lo había creado y por qué. El Esteta planteaba varias teorías. Había quien decía que cuando los dioses habían terminado de crear el mundo se habían reunido en aquel lugar para regocijarse con su obra. Otra teoría sostenía que La Morada de los Dioses era obra de los hombres, un santuario en honor a los dioses que había erigido alguna civilización perdida y olvidada mucho tiempo atrás. Lo que sí se sabía con certeza era que sólo los elegidos por los dioses tenían permitida la entrada.
A Raistlin lo invadió una sensación de premura... el aliento de los dioses sobre su nuca.
«Todo sucede por alguna razón. Necesito asegurarme de que la razón es mía.»
Raistlin se sentó en el suelo de piedra, cerca del arroyo, y sacó el Orbe de los Dragones de su bolsa. Dejó el orbe delante de él y, recitando las palabras, tendió las manos hacia las manos que se alargaban hacia las suyas. No tenía ni idea de si su plan iba a funcionar, pues todavía estaba descubriendo la capacidad del orbe. Por lo que había leído, los hechiceros que crearon el orbe lo utilizaban para ver el futuro. Si los ojos del orbe podían ver el futuro, ¿por qué no el presente? Parecía mucho más fácil.