Читаем La Torre de Wayreth полностью

Raistlin no cruzó el umbral de inmediato. Permaneció silencioso, inmóvil, conteniendo la respiración para no hacer ni el más mínimo ruido. Parecía que la habitación estaba vacía, a no ser por el Reloj de Arena de las Estrellas. Mientras lo contemplaba, un diminuto grano de arena cayó por la estrecha abertura que unía las dos mitades del reloj y se quedó allí suspendido.

Raistlin suspiró aliviado. La noche estaba a punto de terminar. Los dioses de la magia debían de haber ganado la batalla. Sin embargo, era extraño que no hubieran destruido el reloj de arena...

Sintió que se le encogían las entrañas. Algo no iba bien. Entró en la habitación, los faldones de su túnica negra aletearon. Apoyó el Bastón de Mago contra una pared y se acercó al reloj de arena para observarlo. Tres lunas, la plateada, la roja y la negra, brillaban con luz trémula cercadas por la oscuridad de la mitad inferior del reloj. Su luz seguía luciendo, pero era tenue y no brillaría mucho más tiempo. ¿Qué había pasado?

Raistlin no lo entendía y alargó la mano hacia el reloj de arena.

Una voz lo detuvo y a punto estuvo también de detenerle el corazón.

—Te equivocas, hermanito. Sí quiero a Tanis.

Kitiara apareció entre las sombras, con una espada al cinto.

Raistlin bajó la mano y la deslizó entre los pliegues de su túnica.

—Tú eres incapaz de querer a nadie, hermana mía. En eso, somos iguales —logró decir con voz tranquila, y se encogió de hombros.

Kitiara lo contempló largamente, en sus ojos negros se reflejaba el resplandor titubeante de las estrellas del reloj de arena.

—Quizá tengas razón, hermanito. Parece que somos incapaces de sentir amor. O lealtad.

—Al hablar de lealtad, supongo que te refieres a tu traición a Iolanthe —repuso Raistlin.

—En realidad me refería a tu traición a nuestra reina —dijo Kitiara—. En cuanto a Iolanthe, sí que sentí una pequeña punzada de remordimiento cuando la entregué a los escuadrones de la muerte. Ella me salvó la vida, ¿lo sabías? Me rescató de la prisión cuando Ariakas me había condenado a muerte. Pero no se podía confiar en ella. Como ocurre contigo, hermanito. No se puede confiar en ti.

Kitiara se acercó más. Caminaba con aire arrogante, la mano apoyada en la empuñadura de la espada con un gesto descuidado.

Una mano de Raistlin, oculta entre los pliegues de la túnica, se deslizó hasta una de las bolsas.

—No tengo ni idea de lo que estás hablando —contestó—. Hice lo que prometí que haría.

—Ahora mismo se suponía que debías estar en la Torre de Wayreth, traicionando a tus amigos los hechiceros y ayudando a lord Soth.

Raistlin esbozó una sonrisa sombría.

—Y también se suponía que tú debías estar dormida.

Kitiara se echó a reír.

—Menuda pareja formamos, ¿verdad, hermanito? Takhisis te concedió el don de su magia y tú lo utilizas para traicionarla. Ariakas me entregó un puesto de mando y yo planeo hacer lo mismo con él. —Suspiró y añadió:— Tú dejaste morir al pobre Caramon. Y ahora yo tengo que matarte.

Desvió los ojos hacia el reloj de arena y, al ver las tres lunas agonizantes reflejadas en sus pupilas negras, Raistlin comprendió la verdad. No estaba dormida porque el hechizo que había conjurado no había funcionado. Y no había funcionado porque no había magia. Lo habían engañado. Observó cómo se deslizaba el grano de arena por el estrecho cuello del reloj, acercándose cada vez más a la oscuridad.

—Nunca hubo unos dioses del gris, ¿verdad? —dijo Raistlin.

Kitiara negó con la cabeza.

—Takhisis tenía que encontrar la forma de atraer a Nuitari y a sus primos hacia su trampa. Sabía que la idea de que unos dioses nuevos iban a suplantarlos sería más de lo que podrían resistir.

Pasó la mano por la superficie límpida y suave del cristal.

»Tus dioses han caído en El Remolino y no pueden escapar de él.

Raistlin miró fijamente el cristal.

—¿Cómo sabías que advertiría a los dioses? ¿Por qué sabías que los traería aquí?

—Si no lo hacías tú, lo habría hecho Iolanthe. Así que realmente no importaba mucho. —Kitiara deslizó su mano hacia un costado. Se oyó el sonido susurrante de la espada al salir de la vaina.

Kitiara sostenía la espada con gesto experto, agarraba la empuñadura con facilidad y destreza. Era implacable, despiadada. Quizá sintiera el escozor del remordimiento por tener que matar a Raistlin. Pero lo superaría, a él no le cabía ninguna duda, porque eso sería lo que le habría pasado de estar en su caso.

Raistlin no se movió. No intentó huir. ¿Qué sentido tendría? Se imaginó a sí mismo corriendo por los pasillos, presa del pánico, con los faldones de su túnica aleteando. Correría hasta que le fallasen las piernas y se quedase sin aliento, caería al suelo y su hermana le hundiría la espada entre los hombros...

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