Raistlin se acercó a su hermana. Kitiara yacía boca arriba, despatarrada, con los rizos negros hechos una maraña y un brazo apoyado sobre la frente. A Raistlin le sobrevino el recuerdo de cuando la miraba dormir, siendo niños. La observaba las noches en que estaba enfermo, cuando la fiebre consumía su cuerpo débil, las noches en que Caramon lo entretenía con sus estúpidos juegos de sombras. Raistlin volvió a ver a Kitiara despertarse y acercarse a él para humedecerle la frente o darle de beber. La recordó diciéndole, molesta, que tenía que esforzarse en ponerse bien.
Kit siempre se había mostrado impaciente con sus achaques y dolencias. Ella no había estado enferma ni un solo día de su vida. Desde su punto de vista, si Raistlin realmente ponía todo su empeño, lograría sanarse. A pesar de esa convicción, lo trataba con una especie de delicadeza ruda. Ella había sido quien había sabido ver su talento para la magia. Ella había sido quien había buscado un maestro para que le enseñara. Le debía muchas cosas, seguramente hasta la vida.
«Y estoy perdiendo el tiempo», se dijo Raistlin a sí mismo.
Cogió unos pétalos de rosa.
A Kit, aún sumida en un profundo sueño, le temblaron los párpados cerrados, masculló algo y, se revolvió. De repente, dejó escapar un grito aterrador y se sentó en la cama. Raistlin maldijo en voz baja y se alejó, creyendo que la había despertado. En los ojos abiertos como platos de su hermana se reflejaba el miedo.
—¡Mátenlo lejos, Tanis! —gritó Kitiara. Alargó las manos, suplicante—. ¡Siempre te he querido!
Raistlin se dio cuenta de que seguía dormida. Meneó la cabeza y resopló.
—¿Querer a Tanis? ¡Jamás!
Kitiara gimió y se desplomó sobre la almohada. Se hizo un ovillo y se cubrió la cabeza con la manta arrugada, como si pudiera esconderse de la pesadilla que la perseguía.
Raistlin se deslizó a su lado y, extendiendo los dedos, dejó que los pétalos de rosa cayeran sobre su rostro.
Mientras decía estas palabras, se dio cuenta de que algo no iba bien. Carecían de vida, estaban secas. Lo achacó a su propio cansancio. Esperó hasta estar seguro de que su hermana había caído bajo el efecto del encantamiento, y se fue.
Estaba a punto de cruzar sigilosamente la puerta cuando una voz lo detuvo. La misma voz que había deseado olvidar y que en sus oraciones había rogado no volver a oír jamás.
Raistlin no respondió a Fistandantilus. No había nada que decir. Estaba totalmente de acuerdo.
Raistlin había memorizado el camino que Kitiara había seguido para llegar a la cámara secreta bajo el Alcázar de Dargaard. Recorrió los pasillos silenciosos y sumidos en la oscuridad, siguiendo el mapa que tenía en la cabeza. Llevaba consigo el Bastón de Mago, que había dejado en el alcázar confiando en su retorno.
Raistlin se alegró de contar con esa luz. El alcázar estaba desierto, su señor y los guerreros espectrales se habían ido y las
El pavor se apoderaba de él. Le temblaban las manos y se le nublaba la vista. Jadeando, se apoyó en una pared. Se obligó a respirar profundamente, para despejar su mente y recuperar el sentido.
Cuando se recobró, siguió bajando por la escalera de caracol excavada en la piedra. Apagó la luz del bastón al llegar a la puerta de acero para no delatar su entrada. Se hizo una oscuridad impenetrable, y tanteó el vacío hasta tocar con la mano la puerta. Con los dedos, descubrió los surcos grabados de la imagen de la diosa. Invocó el nombre de Takhisis y relumbró una luz blanca. Pronunció el nombre cuatro veces más, tal como había hecho Kitiara, y en cada ocasión se iluminó una luz de color diferente bajo la palma de su mano. La puerta se abrió con un chasquido.