Iolanthe metió la mano en una de las bolsitas de seda que llevaba en el cinturón y sacó un trozo de papel. La tinta se había borrado un poco, pero todavía podía leerse. En la parte inferior se veía el sello de la Iglesia: un dragón de cinco cabezas en cera negra.
—Se llama «salvoconducto negro» por el sello negro. Todos los ciudadanos necesitamos esta cédula de la Iglesia para vivir y trabajar en la ciudad. Cuando sales de la muralla, no puedes volver a entrar si no la tienes. Y después de lo ocurrido anoche, dudo mucho que el Señor de la Noche te conceda una.
Iolanthe dio vueltas al problema un momento, con el entrecejo fruncido y dando golpecitos con el pie. De pronto, el ceño desapareció de su frente.
—Aja, ya tengo la respuesta. No sé cómo no se me ha ocurrido antes. Ven conmigo.
Volvió a agarrarse de su brazo y tiró de él, encaminándose hacia la muralla y la puerta que daba paso al otro lado.
—¿Tienes fiebre? —le preguntó Iolanthe repentinamente, alzando la mano hacia su frente.
—La temperatura de mi cuerpo es anormalmente alta —repuso Raistlin, esquivando su mano.
Por la reacción de Iolanthe, parecía que le había hecho gracia su gesto. Raistlin se preguntó, molesto, si se divertía haciendo que se sintiera incómodo.
—¿Energía nerviosa? —sugirió.
Una vez más, Raistlin tuvo que cambiar de tema para no hablar de sí mismo.
—Mencionaste que el emperador Ariakas frecuenta la tienda de tu amigo. Había oído que el emperador es un hechicero, algo que me cuesta creer porque también he oído que es un guerrero que viste armadura y blande una espada. Otros dicen que es un clérigo, devoto de Takhisis. ¿Cuál es la verdad?
—Las dos cosas, en cierta manera —contestó Iolanthe con expresión repentinamente sombría—. El emperador va a la batalla cubierto de pies a cabeza por una armadura y lleva una pesada espada que hay que blandir con las dos manos. No es de los que se quedan dirigiéndolo todo desde la retaguardia. No es ningún cobarde. No hay nada que le guste más que el fragor de la batalla. Y mientras corta cabezas con una mano, con la otra lanza mortíferos rayos mágicos.
—Eso es imposible —declaró Raistlin sin más.
Como siempre tenía que estar recordándole a Caramon, que le insistía en que aprendiera a manejar la espada, el arte de la magia exigía un estudio constante y diario. Aquellos que se dedicaban a la magia no tenían tiempo para otros intereses, lo que incluía las habilidades marciales. Además, la armadura no permitía que un mago realizara los complejos movimientos de las manos que tan a menudo eran necesarios en los hechizos. A eso se sumaba que muchos magos, como el mismo Raistlin, creían que la magia era una arma mucho más poderosa que la espada.
—Lord Ariakas es una especie de clérigo —estaba diciendo Iolanthe—. Su magia proviene directamente de la reina Takhisis.
Pasaron por la Puerta Blanca, bajo el control del ejército del Dragón Verde, liderado por el Señor de los Dragones Salah-Kahn. El Ejército Blanco de los Dragones, que comandaba el Señor de los Dragones Feal-Thas antes de morir, había quedado muy mermado tras la desaparición de su líder y la mayoría de sus tropas habían sido reasignadas. Los soldados del Ejército Verde de los Dragones eran originarios de Khur, la tierra de Iolanthe. La hechicera era muy conocida entre ellos y todos la apreciaban, pues ella se tomaba la molestia de cuidar su estima.
Con la capucha bien echada sobre el rostro, para que no se la viera, Raistlin observaba en silencio mientras Iolanthe coqueteaba, reía y cruzaba la puerta entre bromas. Nadie le pidió al desconocido que enseñara su salvoconducto.
—Pero lo querrán ver a la vuelta —dijo Iolanthe—. No te preocupes. Todo va a salir bien.
Al salir de la ciudad interior, uno se sentía como si abandonara la oscuridad y quietud de la noche para adentrarse en la claridad y el alboroto del día. El sol brillaba con fuerza, como si se alegrara de haber escapado de la sombra de la Reina Oscura. En las sucias calles se agolpaban carros, carretas y el gentío más variopinto que pueda imaginarse, pero todos tenían en común que gritaban tan alto como les permitían sus pulmones.
Raistlin estaba intentando cruzar la calle sin que lo atropellarla una carreta y tropezó con un soldado, que lo insultó con rabia mientras sacaba su daga. Iolanthe levantó una mano y unas llamas inquietantes nacieron de sus dedos. El soldado los miró con aversión y siguió su camino. La hechicera arrastró a Raistlin y los dos caminaron con cuidado para no tropezar con las profundas rodadas surcos que dejaban los carros.