Las calles estaban atestadas de soldados de todas las razas: humanos, ogros, goblins, minotauros y draconianos. Estos últimos eran disciplinados y ordenados, sus armas brillaban y sus armaduras relucían. Todo lo contrario podía decirse de los humanos: desaliñados, escandalosos, hoscos y maleducados. Los ogros se mantenían apartados, con expresión concentrada y recelosa. Pasaron dos minotauros con andares orgullosos, las cabezas astadas bien altas, mirando a todos aquellos enclenques con un manifiesto desdén. Los goblins y los hobgoblins, despreciados por todas las razas por igual, se arrastraban por el barro, hundiendo sus peludas cabezas entre los hombros para evitar los golpes.
No era raro que estallaran rencillas entre las tropas, que se traducían en acalorados insultos y espadas desenvainadas. En cuanto se oían los primeros gritos, aparecían de la nada los draconianos que formaban la guardia de élite del templo. Los implicados los miraban de arriba abajo, gruñían y se retiraban, como perros que hubieran visto el látigo del amo.
El ruido y el caos provocados por carros y carretas que saltaban de bache en bache, los hombres que maldecían, los perros que ladraban y las rameras que chillaban no tardaron en provocarle a Raistlin un terrible dolor de cabeza. El ambiente estaba cargado por culpa del humo que se alzaba de las herrerías y de las hogueras de los diferentes campamentos, cuyas tiendas se veían a lo lejos. De una curtiduría cercana salía un hedor a duras penas soportable, para mezclarse con el olor del ganado encerrado en un corral y la peste a sangre del patio del carnicero.
Iolanthe se tapó la boca con un pañuelo perfumado.
—Menos mal que ya casi hemos llegado —dijo la hechicera, señalando una serie de edificios achaparrados al otro lado de la calle—. La posada de El Broquel Partido... Deberías buscar alojamiento allí.
Raistlin negó con la cabeza.
—He leído sobre ella. No me lo puedo permitir.
—Claro que puedes —le contradijo Iolanthe y le guiñó un ojo—. Tengo una idea.
Miró a ambos lados y después se lanzó a la calle. Raistlin la siguió. Los dos corrían y tropezaban con las rodadas, los caballos y los soldados.
Raistlin había leído una descripción de la posada cuando había estado en Neraka. Un Esteta que respondía al curioso nombre de Cameroon Bunks había puesto su vida en peligro aventurándose en la ciudad de la reina Oscura, con el fin de explorarla y regresar para informar de lo que había visto.
Había escrito:
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Se veían tantos edificios, todos ellos con varias entradas, que Raistlin no tenía la menor idea de cuál era la puerta principal. Iolanthe eligió una entrada al azar, al menos así le pareció a Raistlin, hasta que levantó la vista y vio un broquel —partido por la mitad— que colgaba sobre la puerta.
Clavado sobre la puerta también había un letrero, maltratado por las inclemencias del tiempo, donde se leía garabateado en común: «¡Sólo humanos!» Los ogros, los goblins, los draconianos y los minotauros podían ir a beber a Pelo de Trol, popularmente conocido como El Trol Peludo.
Iolanthe se disponía a empujar las hojas dobles para entrar, cuando de repente se abrieron solas. Apareció un hombre con una camisa blanca y pantalones de piel que llevaba a una kender agarrada por el pescuezo y la culera del pantalón. El hombre la balanceó y la lanzó en medio de la calle, donde aterrizó de morros en el barro.