Читаем La Torre de Wayreth полностью

Raistlin aprovechó la oportunidad para observarla. Había visto a Kit un momento en Flotsam, pero no podía tenerse en cuenta, porque en aquella ocasión su hermana montaba su Dragón Azul y llevaba la armadura y el casco propios de una Señora del Dragón. Habían pasado cinco años desde la última vez que habían estado juntos, cuando habían prometido volver a encontrarse en la posada de El Último Hogar, promesa que Kit no había cumplido. Raistlin, que había cambiado más allá de lo imaginable en esos cinco años, se sorprendió al ver que su hermana seguía igual.

Kitiara era delgada y ágil, y tenía el cuerpo fibrado y musculoso propio de un guerrero. Aunque ya pasaba de la treintena, estaba igual que a los veinte años. Su maliciosa sonrisa seguía resultado irresistible. Los rizos cortos y negros le enmarcaban la cara, tan brillantes e indómitos como cuando era joven. Su rostro estaba limpio, no lo surcaban arrugas de penas ni de alegrías.

Ninguna emoción había afectado nunca demasiado a Kitiara. Aceptaba la vida tal como se presentaba, exprimía cada momento y al instante lo olvidaba para vivir el siguiente. No se arrepentía jamás. Raramente pensaba en los errores del pasado. Su mente siempre estaba demasiado ocupada en urdir planes para el futuro. Desconocía el aguijón de la conciencia o el estorbo de la moral. La única grieta en su armadura, su único punto débil, era su obsesión por Tanis, el semielfo, el hombre al que no había querido hasta que él le había dado la espalda y se había alejado.

Iolanthe paseaba nerviosamente por la habitación, con los brazos cruzados bajo de capa. La estancia estaba gélida y la hechicera temblaba, aunque quizá no se debiera tanto al frío como al miedo. Había insistido en que tenían que llegar a primera hora del día para poder irse antes del atardecer. Raistlin no se cansaba de observar a Kit, que seguía peleándose con la misiva.

Escribir nunca había sido una tarea fácil para Kitiara. Siempre le habían atraído la acción y las aventuras y pronto perdía el interés, así que no había sido buena estudiante. Además, nunca había tenido la oportunidad de ir a la escuela. Rosamun, su madre, no había sabido sobrellevar el don. Para ella, el don se convirtió en una enfermedad. Después de que nacieran los gemelos, había navegado a la deriva en una marea de sueños y fantasías extravagantes, y apenas conservaba la cordura. Cuando murió su marido, Rosamun se alejó de la última parcela de realidad que habitaba y que la había salvado de la locura en la que acabó por hundirse. Kit se había encargado de criar a sus dos hermanos pequeños. Se había quedado junto a los niños hasta que decidió que ya eran lo suficientemente mayores para cuidar de sí mismos. Entonces se fue y dejó que los hermanos se valiesen por sí mismos.

Sin embargo, Kitiara no había olvidado a sus medio hermanos. Unos años más tarde, había regresado a Solace para comprobar cómo les iba. Fue entonces cuando conoció a su amigo Tanis, el semielfo. Ambos se entregaron a una apasionada aventura. Ya entonces, Raistlin se había dado cuenta de que esa relación no podía acabar bien.

La última vez que Raistlin la había visto, Kitiara volaba a lomos de su Dragón Azul, Skie, y él navegaba en un barco hacia su destino en el Mar Sangriento. Caramon había arrancado a Tanis la confesión de que había estado perdiendo el tiempo con Kit en Flotsam, que había traicionado a sus amigos por la Señora del Dragón. Raistlin recordó a Caramon, enfurecido, lanzando un sinfín de acusaciones a Tanis mientras el barco era arrastrado al corazón de la tormenta.

«—Así que ahí era donde estabas. Con nuestra hermana, ¡la Señora del Dragón!...»

«Sí, la amaba —había contestado Tanis—. No espero que tú lo entiendas.»

Raistlin dudaba mucho que Tanis se entendiera a sí mismo. Era como el hombre que nunca sacia su sed de aguardiente enano. Kitiara lo intoxicaba y el semielfo no lograba limpiar su organismo de su veneno. Había sido su ruina.

Kitiara iba vestida para ir al combate. Llevaba la espada, calzaba las botas, se cubría con la armadura de escamas de Dragón Azul y en los hombros lucía una capa azul. Estaba totalmente concentrada en su trabajo, inclinada sobre la mesa como un niño al que obligan en la escuela a terminar un ejercicio odiado. Su cabeza, cubierta por una maraña de rizos negros, casi rozaba el papel. Se mordía el labio y fruncía el entrecejo. Escribía, sin dejar de murmurar, después tachaba lo escrito y volvía a empezar.

Al final, Iolanthe, consciente de que el tiempo iba pasando, carraspeó.

Kitiara levantó la mano del papel.

—Sé que estás esperando, amiga mía. —Kit estornudó. Se frotó la nariz y estornudó de nuevo—. ¡Es ese perfume repugnante que llevas! ¿Qué haces? ¿Te bañas en él? Dame un momento. Estoy a punto de terminar. Vaya, ¡en nombre del Abismo! ¡Mira lo que he hecho!

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