Con las prisas, Kit había pasado la mano por la hoja y emborronado la última frase que había escrito. Entre juramentos tiró la pluma, y la tinta se derramó por el papel, lo que acabó de estropear su esforzado trabajo.
—¡Desde que ese idiota de Garibaus consiguió que lo mataran, yo misma tengo que escribir todas las órdenes!
—¿Y tus draconianos? —preguntó Iolanthe, lanzando una mirada hacia la puerta cerrada, a través de la que podía oírse el roce de las garras y las voces ahogadas de los escoltas de Kit. Los draconianos estaban rezongando. Por lo visto, hasta los lagartos se encontraban a disgusto en el Alcázar de Dargaard.
Raistlin se preguntaba cómo podía soportar Kit vivir allí. Quizá, como todo lo demás en su vida, la tragedia y el horror que envolvían el Alcázar de Dargaard le resbalaran, como los patinadores que se deslizan sobre el hielo.
Kitiara sacudió la cabeza.
—Los draconianos son buenos guerreros, pero unos chapuceros como escribanos.
—Quizá yo pueda serte de ayuda, hermana —propuso Raistlin con su suave voz.
Kitiara se volvió para mirarlo.
—Ay, hermanito. Me alegra ver que sigues vivo. Pensaba que habías muerto en El Remolino.
«No gracias a ti, hermana», habría querido responder Raistlin con ironía, pero se quedó callado.
—Tu hermanito le sacó cien monedas de acero a Ariakas por venir a espiarte —dijo Iolanthe.
—¿De verdad? —Kitiara esbozó su sonrisa pícara—. Bien hecho.
Las dos mujeres se echaron a reír con aire confabulador. Raistlin sonrió entre las sombras de su capucha, que no se quitaba a propósito, para poder observar sin ser observado. Se sintió satisfecho al ver comprobadas sus sospechas sobre Iolanthe. Decidió probar qué más lograba descubrir.
—No lo entiendo —dijo, paseando la mirada de una mujer a otra—. Pensaba que...
—Pensabas que Ariakas te había contratado para que me espiaras —terminó la frase Kitiara por él.
—Eso era precisamente lo que queríamos que pensaras —dijo Iolanthe.
Raistlin meneó la cabeza, como si estuviera realmente perplejo, aunque en realidad lo había sospechado todo.
—Te lo explicaré más tarde —dijo Kit—. Como ya te he dicho, me alegré al saber por Iolanthe que seguías vivo. Tenía miedo de que tú, Caramon y los demás hubierais muerto en El Remolino.
—Yo escapé —explicó Raistlin—. Los demás no. Murieron en el Mar Sangriento.
—Entonces no sabes que... —empezó a decir Kitiara, pero se detuvo.
—¿No sé el qué? —preguntó Raistlin con aspereza.
—Tu hermano no murió. Caramon sobrevivió, al igual que Tanis y esa camarera pelirroja cuyo nombre nunca logro recordar, lo mismo que esa otra mujer del bastón de cristal azul y el bruto de su marido.
—¡Es imposible! —exclamó Raistlin.
—Te lo prometo —contestó Kitiara—. Ayer estaban todos en Kalaman. Y según mis espías, allí se reunieron con Flint, Tas y esa elfa Laurana. Tú también la conocías, creo.
Kit siguió hablando sobre Laurana, pero Raistlin no estaba escuchándola. Menos mal que la capucha le tapaba el rostro, pues todo le daba vueltas y bailaba ante sus ojos como si fuera un vulgar borracho. Había estado tan seguro de que Caramon estaba muerto... Se había convencido a sí mismo, repitiéndoselo una y otra vez, todas las mañanas, todas las noches... Cerró los ojos para que la habitación dejara de darle vueltas y se agarró a los reposabrazos de la silla para mantener el equilibrio.
«¿Qué me importa que Caramon esté vivo o muerto? —se preguntó Raistlin, apretando los dedos sobre la madera—. Para mí, es lo mismo.»
Pero no lo era. En lo más profundo de su ser, una parte de sí mismo débil y que siempre había despreciado, una parte que siempre había tratado de eliminar, sentía ganas de llorar.
Kitiara estaba mirándolo, esperando que le respondiera a algo que Raistlin ni siquiera había oído.
—No sabía que mi hermano estuviera vivo —dijo Raistlin, luchando consigo mismo para mantener su emociones a raya—. Es raro que estuviera en Kalaman. Esa ciudad queda al otro extremo del mundo desde Flotsam. ¿Cómo llegó allí nuestro hermano?
—No pregunté. No era el momento ni el lugar para celebrar una reunión familiar —repuso Kitiara, riéndose—. Estaba demasiado ocupada diciendo al populacho lo que tendría que hacer para rescatar a su Áureo General.
—¿Quién es ése? —preguntó Raistlin.
—Laurana, la elfa.
—Ah, sí —repuso Raistlin—. Cuando estaba en Palanthas oí que los caballeros la habían elegido. Parece que fue una decisión acertada. Ha estado cosechando victorias.
—Pura chiripa —dijo Kitiara, enojada—. Ya he puesto fin a sus victorias. Ahora es mi prisionera.
—Y ¿qué piensas hacer con ella?
Kitiara se quedó en silencio.
—Pienso utilizarla para hacerme con la Corona del Poder —dijo al fin—. Les dije a los habitantes de Kalaman que si querían recuperarla, debían entregar a Berem, el Hombre Eterno.
Raistlin empezaba a entenderlo todo. Recordó al hombre al timón del barco. El hombre que había dirigido la embarcación hacia el Mar Sangriento. Un viejo de mirada joven.
—Berem está con Tanis, ¿verdad?
Kit lo miró, sorprendida.
—¿Cómo lo has sabido?
Raistlin se encogió de hombros.