Por las rendijas del yelmo se adivinaba el resplandor carmesí de sus ojos, enrojecidos por la pasión que no había podido controlar y que había sellado su destino. Lanzaba su ira contra su sino, contra los dioses; incluso contra sí mismo, en algunos momentos. Únicamente con las sombras de la noche, cuando las
Raistlin había recorrido muchos lugares oscuros a lo largo de su vida, quizá ninguno más tenebroso que su propia alma. Se había sometido a la temida Prueba de la torre. Había atravesado el Bosque Oscuro. Se había quedado atrapado en la pesadilla que era Silvanesti. Había sido prisionero en las mazmorras de Takhisis. En todos aquellos lugares había tenido miedo. Pero cuando miró el fuego infernal que consumía la mirada del Caballero de la Muerte, Raistlin sintió un miedo tan abrumador, tan paralizador, que creyó que podría morir de terror.
Podía aferrarse al Orbe de los Dragones, pronunciar las palabras mágicas y desaparecer tan rápido como había hecho Iolanthe. Estaba buscando con dedos temblorosos el orbe, cuando se dio cuenta de que Kitiara lo observaba.
Los labios de su hermana se curvaron. Estaba poniéndolo a prueba, provocándolo como cuando era un niño y quería que aceptara un reto.
La furia actuó en Raistlin como si fuera una poción y le devolvió la valentía y la capacidad de pensar. Se dio cuenta de algo de lo que se habría podido percatar antes si no hubiera sentido tal pavor: el miedo era mágico, un hechizo que Soth había lanzado sobre él.
Ojo por ojo. No era el único que podía jugar a ese juego.
La runa se envolvió en llamas y brilló intensamente. Los hechizos rivales quedaron suspendidos en el aire, temblorosos. Kitiara observaba la escena, con una mano en la cadera y la otra aferrada a la empuñadura de su espada. Estaba disfrutando con el enfrentamiento.
La magia de Soth se quebró. Raistlin detuvo su hechizo. La runa abrasadora desapareció, dejando una sombra azulada y una voluta de humo.
Kitiara asintió en señal de aprobación.
—Lord Soth, Caballero de la Rosa, tengo el honor de presentarte a Raistlin Majere. —Kitiara, en parte burlona y en parte orgullosa, añadió—: Mi hermanito.
Raistlin hizo una reverencia para corresponder a la presentación y después levantó la cabeza y se irguió cuan alto era, obligándose a mirar a las rendijas de los ojos del yelmo del Caballero de la Muerte. Miró fijamente las llamas que consumían esa alma atormentada, aunque su mera visión hacía estremecerse horrorizada al alma de Raistlin.
—Eres muy diestro con la magia para ser tan joven —dijo lord Soth. Su voz sonaba hueca y profunda, con ecos de una ira eterna, de un remordimiento sin consuelo.
Raistlin volvió a hacer una reverencia. Todavía no estaba seguro de poder pronunciar palabra alguna.
—Proyectas dos sombras, Raistlin Majere —dijo de repente el Caballero de la Muerte—. ¿Por qué?
Raistlin no tenía la menor idea de a qué se refería.
—No proyecto ni una sola sombra en este lugar espantoso, mi señor, mucho menos dos.
Los ojos de color carmesí del Caballero de la Muerte parpadearon.
—No hablo de sombras proyectadas por el sol —aclaró lord Soth—. Habito dos planos. Estoy obligado a morar en el plano de los vivos y condenado a morar en el plano de los muertos que no pueden morir. Y en ambos veo tu sombra más oscura que la oscuridad.
Raistlin lo comprendió.
Kitiara no entendía lo que Soth quería decir.
—Raistlin tiene un hermano gemelo... —empezó a decir.
—Ya no —la interrumpió Raistlin, lanzándole una mirada airada. A veces podía ser tan tonta como Caramon.
Tras el hechizo, el miedo y las intrigas, de repente Raistlin se sintió desfallecer.
—Me trajiste aquí porque necesitabas mi ayuda, hermana. Os he jurado lealtad a ti y a Takhisis. Si deseas que te sirva de alguna otra forma, dime cómo puedo hacerlo. Si no, permite que me vaya.
Kitiara miró a lord Soth.
—¿Qué crees?
—Es peligroso —contestó Soth.
—¿Quién? ¿Raistlin? —se burló Kitiara, sorprendida y divertida al mismo tiempo.
—Será tu sino. —El Caballero de la Muerte miraba fijamente a Raistlin, las llamas danzaban en sus ojos.
Kitiara vaciló. Miraba a Raistlin y, con el ceño fruncido, repiqueteaba los dedos en la empuñadura de su espada.
—¿Quieres decir que debería matarlo?
—Quiero decir que no deberías intentarlo —dijo Raistlin, paseando la mirada de uno a otro. Tenía un trozo de ámbar entre los dedos.
Kitiara clavó la mirada en él y de pronto se echó a reír.
—Ven conmigo —dijo, y cogió una antorcha encendida que colgaba de la pared—. Tengo que enseñarte una cosa.
—¿Y él? —preguntó Raistlin sin moverse de donde estaba.