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Día vigésimo cuarto, mes de Mishamont, año 352 DC

La Vigilia Oscura había pasado hacía tiempo. Había empezado el nuevo día, el día que cambiaría su vida. Raistlin volvía a estar en su habitación de El Broquel Partido y no recordaba cómo había llegado allí. Se quedó atónito al darse cuenta de que había conjurado hechizos y recorrido los corredores de la magia sin ser consciente. Se alegró al pensar que al menos una parte de su cerebro seguía actuando de forma racional, mientras el resto corría a lo loco, lanzando chillidos histéricos y agitando los brazos.

—¡Tranquilo! —se dijo, paseando por la pequeña habitación—. Tengo que estar tranquilo. Tengo que pensarlo bien.

Alguien dio unos golpes en el suelo desde la habitación de abajo.

—¡Estamos en mitad de la puta noche! —gritó una voz a través de las tablas de madera—. ¡Deja de ir de un lado a otro o tendré que subir y hacer que pares!

Por un momento, a Raistlin se le pasó por la cabeza lanzar una bola de fuego a través del suelo, pero lo único que iba a conseguir con eso era quemar la posada. Se tiró en la cama. Estaba agotado. Necesitaba dormir. Intentó cerrar los ojos, pero cada vez que lo hacía, veía el diminuto grano de arena encendiéndose y cayendo en la oscuridad. Veía la vela consumiendo las horas.

«Esta noche... la Noche del Ojo.

»Esta noche debo destruir la magia.

»Esta noche debo destruirme a mí mismo.»

Porque de eso se trataba. La magia era su vida. Sin ella, no era nada, menos que nada. Sí, era cierto que Takhisis había prometido que recibiría la magia de ella, como Ariakas. Raistlin tendría que dedicarle sus oraciones, tendría que suplicarle. Y ella decidiría si le tiraba las migajas o no.

Y si se negaba, si se enfrentaba a ella, ¿dónde, en todo el ancho mundo, podría esconderse de la diosa?

Raistlin sintió que se ahogaba. Se levantó de la cama, se acercó a la ventana y abrió los postigos para que pasara el aire fresco de la noche. A lo lejos, la silueta oscura del templo dominaba Neraka y parecía borrar las estrellas. Las torres y los chapiteles se retorcían bajo su mirada febril. Se convertían en una garra que se cernía sobre él, que se alargaba hacia su cuello...

Raistlin volvió en sí ahogando un gemido. Se había quedado dormido de pie. Volvió con pasos vacilantes a la cama y se derrumbó en ella. Cerró los ojos y llegó el sueño, abalanzándose sobre él como un animal salvaje que le quisiera hundir en las profundidades más lúgubres.

Mientras dormía, la parte más lógica de su cerebro debió de seguir trabajando, ya que, cuando se despertó unas horas después, ya sabía lo que tenía que hacer.

Amanecía un nuevo día y era el momento del cambio de guardia. Los soldados que acababan su turno estaban de buen humor y se dirigían a las tabernas. Los soldados que lo comenzaban gruñían y maldecían. La bruma, de un gris plomizo, retiraba sus tentáculos de la ciudad. Las nubes se disiparían. La Noche del Ojo estaría despejada. La Noche del Ojo siempre estaba despejada. Los dioses se encargaban de que así fuera.

Raistlin caminaba rápido, las manos dentro de las mangas, la cabeza gacha, la capucha echada. Chocó contra unos soldados que lo miraron enfadados y que le gritaron unos cuantos insultos a los que no prestó atención. Los soldados siguieron su camino, pues acudían tarde a su deber o los empujaba la impaciencia por un buen trago.

Raistlin entró en el Barrio Rojo. Sólo había estado allí una vez antes, era de noche y fingía que estaba inconsciente.

Siguió el camino que había tomado Maelstrom y encontró lo que creyó que era la entrada a los túneles que discurrían bajo la tienda de Lute. La entrada estaba bien escondida y Raistlin no estaba seguro. Rodeó el edificio hasta la parte delantera y levantó la vista hacia el emblema: un laúd colgado de una cuerda sobre la puerta. El viento jugaba con las cuerdas y arrancaba de ellas un murmullo.

Raistlin aporreó la puerta. Los perros ladraron.

—¡Todavía no está abierto! —gritó una voz profunda desde el interior.

—Ahora sí lo está —dijo Raistlin. Cogió un poco de estiércol de una bolsa y empezó a darle vueltas entre los dedos, mientras entonaba las palabras del hechizo—. ¡Daya laksana banteng!

El vigor se apoderó de su cuerpo. Raistlin pegó una patada a la pesada puerta de madera y ésta se rompió en trozos. La barra de hierro se desprendió y cayó al suelo. Raistlin apartó a un lado unos cuantos trozos de madera con su bastón y entró en la tienda.

A su encuentro salieron dos mastines. Los perros no lo atacaron. Se plantaron delante de él, con las cabezas gachas y las orejas echadas hacia atrás. La hembra enseñó los colmillos amarillos.

—Llama a los perros —dijo Raistlin.

—¡Vete al Abismo! —aulló un hombre con barba negra que estaba sentado en un taburete al fondo de la abarrotada habitación—. ¡Mira cómo has dejado mi puerta!

—Llama a los perros, Lute —repitió Raistlin—. Y no se te ocurra tocar esa ballesta. Si lo haces, lo único que va a quedar sobre el taburete será un montón de carne grasienta y peluda de enano quemado.

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