»Soth se dirigía a Istar cuando lo abordó un grupo de elfas. Le contaron que su esposa le había sido infiel y que el niño al que había dado luz no era hijo suyo. Sus pasiones lo dominaron. La cólera lo invadió. Cabalgó de nuevo hacia su alcázar. Acusó a su esposa en el mismo momento en que se desató el Cataclismo. El techo se derrumbó, o quizá fuera una lámpara de araña que se cayó, no me acuerdo bien. Soth podría haber salvado a su esposa y al niño, pero la ira y el orgullo ganaron la batalla. Contempló la muerte de ambos, envueltos en las mismas llamas que arrasaron el castillo.
»Las últimas palabras que pronunció su esposa fueron para maldecirlo. Viviría eternamente con la conciencia de su culpa. Sus caballeros se transformaron en guerreros espectrales. Las elfas que habían provocado su desgracia también fueron maldecidas y se convirtieron en
Raistlin vio que Iolanthe se estremecía.
»Yo he estado delante de lord Soth. Lo miré a los ojos. Por todos los dioses, ojalá no lo hubiera hecho.
Un escalofrío recorrió a Raistlin ahora.
—¿Cómo puede Kitiara vivir en el mismo castillo que él?
—Tu hermana es una mujer única. No teme a nada, ni a este lado de la tumba ni al otro.
—Tú has estado en el Alcázar de Dargaard. Has visitado a mi hermana allí. ¿Sabes qué está haciendo? ¿A qué se debe la desconfianza de Ariakas? Hace pocos días me dijiste que se habían reunido y que todo iba bien entre ellos.
Iolanthe sacudió la cabeza.
—Creía que así era.
—Ariakas sabe que has ido a ver a Kit. Me dijo que tú me llevarías. ¿Por qué no te ha encargado a ti esta misión?
—No confía en mí —contestó Iolanthe—. Sospecha que siento demasiada simpatía por Kit. Él la ve como una rival.
—Sin embargo, me envía a mí y Kitiara y yo somos familia. ¿Por qué cree que yo traicionaría a mi hermana?
—Quizá porque sabe que has traicionado a tu hermano —repuso Iolanthe.
Raistlin se detuvo para mirarla atentamente. Sabía que debería negarlo, pero no le salían las palabras. No lograba pronunciarlas.
—Te lo digo como una advertencia, Raistlin. No subestimes a lord Ariakas. Conoce todos tus secretos. A veces no puedo evitar pensar que el mismo viento es su espía. He recibido la orden de acompañarte al Alcázar de Dargaard. ¿Cuándo quieres partir?
—Tengo que entregar mis pociones y hacer algunos preparativos —dijo Raistlin, y añadió con acritud—: Pero no sé para qué te lo digo. Sin duda, tú y Ariakas sabéis lo que voy a hacer antes de que lo haga.
—Puedes enfadarte tanto como quieras, amigo mío, pero ¿qué esperabas cuando elegiste servir a la Reina Oscura? ¿Que ella te daría una generosa recompensa y no pediría nada a cambio? Nada más lejos de la verdad, querido —dijo Iolanthe con voz melosa como un ronroneo—. Takhisis exige que se le sirva en cuerpo y alma.
«Iolanthe sabe que tengo el Orbe de los Dragones —pensó Raistlin—. Ariakas también lo sabe y, por supuesto, Takhisis.»
—La reina se toma su tiempo —prosiguió Iolanthe, como si respondiera a los pensamientos de Raistlin, como si pudiera verlos reflejados en sus ojos—. Espera su oportunidad para poder golpear. Un tropiezo, un solo error...
Iolanthe le soltó el brazo.
—Mañana a primera hora iré a buscarte a la torre. Trae el Bastón de Mago, porque en el Alcázar de Dargaard vas a necesitar su luz. —Se quedó callada un momento.
»Aunque no existe luz, mágica o de cualquier otra naturaleza, que pueda desvanecer esa eterna noche abominable.
«Un tropiezo... Un error... Me envían al Alcázar de Dargaard para que me enfrente a un Caballero de la Muerte. Soy un idiota —pensó Raistlin—. Un perfecto idiota...»
18
La transformación de la oscuridad
Esa tarde, cuando el sol ya se ponía, Raistlin envolvió cuidadosamente los tarros de las pociones con una tela de algodón, para que no se rompieran, y los metió en un cajón. Así ya podría llevarlos a la tienda de Snaggle. Agradecía la oportunidad de andar, de pensar mientras caminaba, tratando de decidir qué hacer. Ahora la vida en Palanthas le parecía muy sencilla. El camino que llevaba a la realización de sus ambiciones se le había presentado llano y recto. Pero en algún lugar de su andadura se había desviado, había tomado la bifurcación equivocada y había terminado en un pantano mortal de mentiras e intrigas. Un solo paso en falso lo precipitaría hacia su propia muerte. Se hundiría bajo esas aguas putrefactas como...
—¿Caramon? —Raistlin se detuvo, atónito. Miró en derredor. Era la voz de Caramon. Estaba seguro.
—Sé que estás aquí, Caramon —dijo Raistlin—. Sal de tu escondite. No estoy de humor para tus jueguecitos.