—No te preocupes —le dijo—. Estaré en la habitación de al lado, escuchando a escondidas.
Raistlin tuvo la sensación de que no estaba bromeando.
Entró en una habitación pequeña y con pocos muebles. Varios mapas decoraban las paredes. Una ventana se abría sobre un patio, en el que las tropas de draconianos practicaban sus maniobras.
Ariakas iba vestido mucho más informalmente que la vez que Raistlin se había encontrado con él en el palacio. Era un día cálido, con el anuncio de la primavera en el aire. Ariakas se había quitado la capa y la había dejado en una silla. Vestía un jubón de cuero de la mejor calidad. Olía a sudor y a piel curtida. El recuerdo de Caramon volvió a acosar a Raistlin.
El emperador estaba ocupado leyendo despachos y no pareció percatarse de la presencia de Raistlin en la habitación. No le ofreció asiento. Raistlin se quedó de pie, esperando con las manos metidas en las mangas de la túnica a que el gran hombre se dignara a fijarse en él.
Por fin, Ariakas terminó de leer.
—Siéntate.
Señaló una silla junto a su mesa.
Raistlin obedeció. No dijo nada, sino que esperó en silencio a oír la razón por la que le había hecho llamar. Estaba seguro de que se trataría de algún encargo trivial y aburrido, y ya estaba preparado para rechazarlo.
Ariakas lo miró fijamente un momento, con actitud grosera, antes de dirigirse a él.
—Maldita sea, sí que eres feo. Iolanthe me ha contado que tu enfermedad de la piel es consecuencia de la Prueba.
Raistlin se puso tenso, y furioso. Su única respuesta visible fue un gesto frío de asentimiento, o al menos eso pretendía. Al parecer, no lo consiguió, pues Ariakas esbozó una sonrisa.
—Ahora ya veo a tu hermana en ti. Ese brillo en tus ojos lo he visto en los suyos y sé lo que significa: de un momento a otro podrías clavarme un puñal en el corazón o algo así. En tu caso, creo que me asarías en una bola de fuego.
Raistlin siguió en silencio.
»Hablando de tu hermana y de puñales —dijo Ariakas en tono afable—, quiero que te encargues de un trabajo para mí. Kitiara tiene algo entre manos, junto con ese Caballero de la Muerte suyo, y quiero saber de qué se trata.
Raistlin se quedó perplejo. Talent Orren había utilizado prácticamente las mismas palabras al referirse a Kit. No había hecho mucho caso de lo que había dicho Orren sobre el presunto complot de Kit. Después de que Ariakas también lo mencionara, empezó a pensar que quizá hubiera algo de cierto en todo aquello y se preguntó qué estaría tramando su hermana.
A Raistlin no le gustaba la forma en que Ariakas estaba mirándolo. Aquello podía no ser más de lo que parecía: el encargo de que espiara a su hermana. O podía tratarse de un intento de descubrir si Raistlin estaba involucrado. Vadeaba aguas peligrosas y tenía que remar con cuidado.
—Como ya dije a Su Majestad Imperial —habló Raistlin por fin—, llevo bastante tiempo sin ver a mi medio hermana, Kitiara, y no he tenido contacto con ella...
—Eso cuéntaselo a quien le importe —lo interrumpió Ariakas, perdiendo la paciencia—. Vas a tener contacto con ella. Vas a hacerle una visita como buen hermano. Vas a descubrir lo que están haciendo ella y ese Caballero de la Muerte maldito, y vas a volver para informarme. ¿Entendido?
—Sí, mi señor —repuso Raistlin sin alterarse.
—Eso es todo —dijo Ariakas, haciendo un gesto para que se retirara—. Iolanthe te llevará al Alcázar de Dargaard. Tiene una especie de hechizo mágico con el que se desplaza. Ella te ayudará.
Raistlin se sintió menospreciado.
—No necesito su ayuda, mi señor. Soy perfectamente capaz de viajar utilizando mi propia magia.
Ariakas cogió un despacho y fingió que lo leía.
—No dará la casualidad de que utilizas un Orbe de los Dragones para lograrlo, ¿verdad? —preguntó el emperador como si tal cosa.
Había tendido la trampa con tanta sutileza, había planteado la pregunta tan despreocupadamente, que Raistlin estuvo a punto de caer. Se contuvo en el último momento y logró responder sin alterarse y, al menos eso esperaba, con convicción.
—Lo siento, señor, pero no tengo la menor idea de lo que habláis.
Ariakas enarcó una ceja y le clavó su mirada penetrante. Después volvió a concentrarse en el despacho y llamó a los guardias.
Los ogros abrieron la puerta y esperaron a que Raistlin saliera. El hechicero estaba sudando, tembloroso por el encuentro. Con todo, no estaba dispuesto a que Ariakas lo despachara como a un adulador más.
—Ruego que me disculpéis, vuestra señoría —dijo Raistlin con el corazón a punto de salírsele del pecho y la sangre agolpándosele en las orejas—, pero todavía debemos decidir cuánto me pagaréis por mis servicios.
—¿Qué te parece como pago que no te corte esa lengua insolente que tienes? —contestó Ariakas.
Raistlin sonrió sin ganas.
—Es un trabajo peligroso, señor. Los dos conocemos a Kitiara. Los dos sabemos lo que me haría si descubriese que me han enviado a espiarla. Mi recompensa debería guardar relación con el riesgo que asumo.