—¡Hijo de puta! —Ariakas fulminó a Raistlin con la mirada—. Te doy la oportunidad de servir a tu reina y me regateas como un mercader cualquiera. ¡Debería matarte aquí mismo!
Raistlin se dio cuenta de que había ido demasiado lejos y se maldijo por haber sido tan increíblemente idiota. No tenía ingredientes para ningún hechizo, pero uno de sus oficiales, en la época en que había sido mercenario, le había enseñado a conjurar hechizos sin necesidad de componentes. Un hechicero tenía que estar muy desesperado para intentarlo. Raistlin pensó que «desesperado» era el adjetivo que mejor definía su situación. Recordó las palabras...
—Cien piezas de acero —le ofreció Ariakas.
Raistlin parpadeó y abrió la boca para hablar.
»Si te atreves a pedir más —añadió Ariakas con un brillo peligroso en sus ojos oscuros—, fundiré esa piel dorada que tienes en un montón de monedas, y será con eso con lo que te pague. ¡Fuera de aquí!
Raistlin se marchó sin esperar un segundo más. Buscó a Iolanthe con la mirada y, al no verla, decidió que no era muy prudente quedarse allí. Ya había recorrido la mitad de la calle cuando Iolanthe lo alcanzó. Al sentir que alguien lo tocaba, Raistlin estuvo a punto de pegar un brinco.
—¡Debes de tener ganas de morir! —Iolanthe se le colgó del brazo una vez más, para su profundo disgusto—. ¿En qué estabas pensando? Casi logras que nos maten a los dos. Ahora está furioso conmigo, me echa la culpa de tu «descaro». Podría haberte matado. Ha asesinado a más de uno por mucho menos. Espero que esas cien piezas de acero realmente sean tan importantes.
—No lo he hecho por dinero —contestó Raistlin—. Ariakas podría enterrar sus piezas de acero en el fondo del Mar Sangriento si por mí fuera.
—Entonces, ¿por qué te arriesgaste así?
«Realmente, ¿por qué?», Raistlin consideró la pregunta.
—Yo te voy a decir por qué —respondió Iolanthe—. Siempre tienes que ponerte a prueba. Nadie puede ser más alto que tú. Si lo es, le cortas las piernas. Algún día te encontrarás con alguien que te las corte a ti.
Iolanthe meneó la cabeza.
—La gente tiende a pensar que, como Ariakas es fuerte, también es bobo. Cuando se dan cuenta de su equivocación, ya es demasiado tarde.
Raistlin tuvo que admitir que había infravalorado a Ariakas y que a punto había estado de pagarlo muy caro. Sin embargo, no le gustaba que se lo recordaran y deseó, molesto, que Iolanthe se fuera y le dejara pensar. Intentó deslizar el brazo para librarse del de la hechicera, pero ella lo apretó con más fuerza.
—¿Vas a ir al Alcázar de Dargaard?
—Me pagan cien piezas de acero para que vaya.
—Necesitarás mi ayuda para llegar, con o sin ese Orbe de los Dragones.
Raistlin la miró con recelo, preguntándose si sólo estaría burlándose de él. Nunca estaba seguro con ella.
—Gracias —respondió—, pero soy perfectamente capaz de hacerlo solo.
—¿En serio? Lord Soth es un Caballero de la Muerte. ¿Sabes lo que es eso?
—Por supuesto —contestó Raistlin, que prefería no hablar sobre eso, ni siquiera pensarlo.
De todos modos, Iolanthe se hizo escuchar.
—Un Caballero de la Muerte es un muerto viviente tan aterrador y poderoso que puede paralizarte con sólo rozarte o matarte pronunciando una única palabra. No le gustan las visitas. ¿Conoces su historia?
Raistlin le dijo que había leído sobre la desgracia de Soth e intentó cambiar de tema, pero Iolanthe parecía tener un macabro empeño en recordar aquel suceso pavoroso. Sin más remedio que escucharla, Raistlin intentó pensar en cómo viviría Kitiara en un castillo horrendo con la compañía de un demonio sangriento. Un demonio con el que seguramente él tendría que verse las caras en no mucho tiempo. Pensó con amargura que Ariakas podía haber encontrado mil maneras más sencillas de acabar con su vida.
—Antes del Cataclismo, Soth era un caballero solámnico, respetado y admirado. Era un hombre de carácter apasionado y violento, y tuvo la desgracia de enamorarse de una elfa. Hay quien dice que los elfos tuvieron algo que ver, pues ellos eran leales al Príncipe de los Sacerdotes de Istar y Soth se oponía a su gobierno dictatorial.
»Soth estaba casado, pero violó sus votos y sedujo a la doncella elfa, que quedó embarazada. Su esposa desapareció muy oportunamente por aquella misma época y eso permitió a Soth casarse con su amante. Cuando se trasladó al Alcázar de Dargaard, la joven elfa descubrió el terrible secreto: el caballero había asesinado a su primera esposa. Consternada, le echó en cara su crimen. En un primer momento, él demostró sus mejores sentimientos y le rogó a su esposa que lo perdonara y a los dioses que le concedieran la oportunidad de redimirse. Los dioses atendieron sus plegarias y le dieron el poder de detener el Cataclismo, aunque sería a cambio de su propia vida.