Pero no tenía otra cosa que hacer ahora salvo lloriquear y gemir y compadecerse de sí misma. Se inclinó sobre el macarrón, metió el pañuelo en el agua de mar, se refrescó la cara y la frente calientes, y se sintió mejor. Y así, para evitar pensar en su pena, siguió leyendo —aburrida al principio— pero sintiéndose cautivada de manera gradual. Podía oír la voz del Protector en las palabras escritas y se encontró de nuevo sentada a la pequeña mesa, escuchando su relato de la creación del mundo.