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Volvió a extender la mano, esta vez moviéndola hacia un pequeño trozo de ámbar que había sido tallado con gran destreza para darle la forma de un ciervo. Vacilante, con el gesto algo crispado —como si supiera lo que iba a pasar—, tocó el ámbar con la punta de un dedo.

Se produjo un chispazo azul y un sonido siseante. Dalamar dio un respingo de dolor y retiró la mano, presuroso.

Jenna apretó los labios y sacudió la cabeza.

—Te podría haber dicho que pasaba eso. Están destinados para que sean utilizados por una persona y sólo por ella.

—Sí, es lo que había supuesto. Aun así, merecía la pena probar.

Los dos intercambiaron una mirada al haber llegado a una misma conclusión.

—¿De creación irda? —preguntó Jenna.

—Sin la menor duda. Tenemos unos cuantos artefactos semejantes almacenados en la Torre de Wayreth. Reconozco la hechura y —sacudió la mano para aliviar el dolor— los efectos.

—No podemos utilizarlos, pero, obviamente, puesto que los irdas se los dieron a esta chica, ella sí que puede. Sin embargo, no percibo el menor indicio del arte en ella.

—Aun así debe de tener algún talento... si es quien creemos que es.

—¿Acaso albergas alguna duda? —Jenna parecía sorprendida—. ¿Te has fijado en sus ojos? ¡Son como oro líquido! Sólo un hombre de Krynn tenía los ojos así. Incluso el kender se dio cuenta y la reconoció.

—¿Tasslehoff? —Dalamar alzó la vista de la contemplación de los artefactos—. ¿De veras? Me preguntaba por qué te arriesgaste a traerlo a él también. ¿Qué es lo que dijo?

—Demasiado. Y en voz demasiado alta —repuso Jenna con gesto sombrío—. La gente empezaba a prestar atención.

—Así que el kender también. —Dalamar se acercó a la ventana y miró a través de ella la noche, que sólo se diferenciaba de la perpetua oscuridad que envolvía la torre por acentuarse más su negrura—. ¿Es posible que la leyenda sea cierta?

—¿Qué otra cosa, si no? Es evidente que la chica ha sido criada en algún lugar alejado de Ansalon. Lleva consigo objetos mágicos de gran valor que son obra de los irdas. El kender la reconoció y, por si eso fuera poco, tiene los ojos dorados. Debe de tener la edad que sería de suponer. Y además está el hecho de que ha sido guiada hasta aquí.

Dalamar frunció el ceño, no muy complacido con esta idea.

—Te vuelvo a recordar que Raistlin Majere está muerto. Lleva muerto más de veinticinco años.

—Sí, querido. No te alteres. —Jenna pasó la mano por el suave cabello del elfo oscuro y luego le besó suavemente una oreja—. Pero está el tema del Bastón de Mago. Encerrado tras la puerta del laboratorio de la torre y guardado por los espectros con la orden de no permitir pasar a nadie, ni siquiera a ti. Y, sin embargo, ¿quién tiene ahora el bastón? Palin Majere, el sobrino de Raistlin.

—El bastón lo mismo pudo ser un regalo de Magius que de Raistlin —comentó Dalamar, muy irritado, y apartándose de la mujer—. Lo más probable es que fuera de Magius, puesto que fue amigo del caballero Huma y se sabía que los hermanos de Palin planeaban ingresar en las órdenes de caballería. Es lo que expliqué al Cónclave...

—Sí, amor mío —dijo Jenna, que bajó la mirada—. No obstante, eres tú el que afirma no creer en las coincidencias. ¿Fue una coincidencia lo que ha traído aquí a esa joven o fue algo más?

—Quizá tengas razón —admitió Dalamar tras un momento de reflexión.

Se dirigió hacia un espejo grande de pared, con un marco muy ornamentado. Por un instante sólo vieron sus imágenes reflejadas; Dalamar alargó la mano y la pasó ligeramente sobre el cristal, como si apartara una cortina, y las imágenes reflejadas se desvanecieron y fueron reemplazadas por Usha y Tasslehoff comiendo la comida encantada, bebiendo la sidra encantada, riéndose por nada y por todo.

—Qué extraño —musitó el Túnica Negra, observándolos—. Creía que sólo era una leyenda y, sin embargo, aquí está.

—La hija de Raistlin —dijo Jenna en un quedo susurro—. ¡Hemos encontrado a la hija de Raistlin!

12

La Posada El Último Hogar. Una conversación entre viejos amigos.

Era de noche en Solace, y el calor del día persistía; emergía de la tierra, de los árboles y de las paredes de las casas. Pero al menos la noche había expulsado al fiero sol que brillaba en el cielo como el ojo funesto de algún dios enfurecido. Por la noche, el ojo se cerraba y la gente lanzaba suspiros de alivio y empezaba a aventurarse a salir.

Este verano era el más caluroso y seco que nadie recordaba en Solace. La tierra de las calles estaba tan dura que parecía barro cocido, y se habían formado grietas. Un polvo sofocante, que se levantaba en cuanto pasaba un carro rodando, estaba suspendido en el aire y cubría el valle como un paño mortuorio. Las hermosas hojas de los gigantescos vallenwoods estaban mustias y colgaban, lacias y aparentemente sin vida, de ramas secas y quebradizas.

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