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La vida en Solace estaba patas arriba. Por lo general había gran actividad y bullicio durante el día, con la gente yendo al mercado, los granjeros trabajando en los campos, los niños jugando, las mujeres lavando ropa en los arroyos. Pero ahora, durante el día, todo estaba vacío, sin vida, mustio, como las hojas de los árboles.

Las cosechas se habían agostado en los campos con el aplastante calor, así que los granjeros ya no iban al mercado, y la mayoría de los puestos estaban cerrados. Hacía demasiado calor para jugar, por lo que los niños se quedaban en casa, inquietos, gimoteando, y aburridos. Los impetuosos arroyos se habían reducido a unos charcos cenagosos y serpenteantes. Las aguas del lago Crystalmir tenían una temperatura inusitadamente alta. Había peces muertos varados en las orillas. Pocas personas abandonaban la relativa frescura de sus hogares durante el día. Salían por la noche.

—Como los murciélagos —dijo lóbregamente Caramon Majere a su amigo, Tanis el Semielfo—. Todos nos hemos vuelto murciélagos, durmiendo durante el día y volando por ahí a la noche...

—Volando por todas partes, menos por aquí —comentó Tika, que estaba de pie detrás de la silla de Caramon, y se abanicaba con una bandeja—. Ni siquiera durante la guerra estuvo tan mal el negocio.

La posada El Último Hogar, encaramada a las ramas altas de un inmenso vallenwood, estaba profusamente iluminada y, por lo general, era como un faro de bienvenida a los viajeros nocturnos. Brillando a través de los cristales de colores, la cálida luz evocaba imágenes de cerveza fresca, vino caliente con especias, dulce aguamiel, cosquilleante sidra, y, por supuesto, las famosas patatas picantes de Otik. Pero la posada estaba vacía esta noche, como lo había estado muchas noches previas. Tika no se molestaba ya en encender la lumbre del fogón. Tanto mejor, pues en la cocina hacía demasiado calor para trabajar a gusto, de todos modos.

No había parroquianos reunidos en torno al mostrador para hablar sobre la Guerra de la Lanza o intercambiar chismorreos más recientes. Había rumores de guerra civil entre los elfos. Rumores de que los enanos de Thorbardin habían avisado a todos los suyos para que regresaran a casa o corrían el riesgo de quedar fuera cuando, por temor a un ataque elfo, cerraran a cal y canto la fortaleza de la montaña. Ningún buhonero recorría las rutas habituales. Ningún calderero venía a arreglar las ollas. Ningún juglar venía a cantar. Los únicos que viajaban en estos días eran los kenders, y por lo general pasaban la noche en las cárceles locales, no en posadas.

—La gente está nerviosa y alterada —dijo Caramon, sintiéndose obligado a disculpar de algún modo a sus clientes ausentes—. Es por todos esos rumores sobre guerras. Y, a menos que este calor cese pronto, no habrá cosechas. No será fácil conseguir comida este invierno. Por eso no viene nadie...

—Lo sé, querido. Lo sé. —Tika dejó la bandeja en el mostrador, rodeó con los brazos los fornidos hombros de su marido y lo estrechó contra sí—. Sólo hablaba por hablar. No me hagas caso.

—Como si eso resultara fácil —repuso Caramon, acariciando el cabello de su esposa.

Los años que habían quedado atrás no habían sido fáciles para ninguno de los dos. Tika y Caramon habían trabajado de firme para mantener la posada y, aunque era un trabajo que adoraban, no era nada sencillo. Mientras la mayoría de sus parroquianos dormían, Tika estaba despierta, supervisando la preparación de los desayunos. A lo largo de todo el día había que asear habitaciones, preparar comidas, recibir clientes con una alegre sonrisa, lavar ropas. Cuando llegaba la noche y los clientes se iban a la cama, Tika barría el piso, fregaba las mesas y planeaba la tarea del día siguiente.

Caramon seguía siendo tan fuerte y tan corpulento como tres hombres juntos, aunque gran parte del volumen de su circunferencia había cambiado de sitio debido a la costumbre de probar todos los platos, lo que según él era su obligación. El cabello se le había puesto un poco canoso en las sienes, y tenía lo que él llamaba «líneas reflexivas» en la frente. Era un hombre cordial, afable, que tomaba la vida tal como venía. Estaba orgulloso de sus muchachos, adoraba a sus hijitas, y amaba profundamente a su esposa. Su único pesar, lo único que lamentaba, era haber perdido a su hermano gemelo a causa del mal y la ambición. Pero no dejaba que esa pequeña nube empañara su vida.

Aunque llevaba casada más de veinticinco años y había dado a luz a cinco hijos, Tika todavía hacía que algunas cabezas se volvieran cuando iba de un lado a otro de la taberna. Se había puesto más rellenita con el paso de los años, sus manos se habían agrietado y enrojecido de estar metidas constantemente en agua jabonosa. Pero su sonrisa continuaba resultando contagiosa, y alardeaba con orgullo de que no tenía ni una sola cana en sus lustrosos rizos pelirrojos.

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