La Torre del Sumo Sacerdote tenía un aspecto formidable; con una altura de unos trescientos metros, rodeada por todas partes, salvo en el extremo meridional, por montañas de picos nevados, se decía que jamás caería en poder del enemigo mientras estuviera defendida por hombres de probada fe. Una muralla exterior con forma de octógono formaba la base de la torre. Cada vértice del octógono estaba rematado por un torreón. A lo largo de la parte superior de las murallas, entre torreón y torreón, se extendían almenas. Una muralla octogonal interior formaba la base de ocho torreones más pequeños y rodeaba la gran torre central.
Lo que había incomodado a Flint Fireforge era el hecho de que la muralla exterior contaba, nada menos, que con seis enormes verjas de acero, tres de las cuales se abrían a las Alas de Hiddukel, en la zona sur, y todas ellas conducían al corazón de la torre. Cualquier enano que valga su peso en piedra os dirá que una buena y sólida fortificación debe tener una única entrada que pueda ser cerrada a cal y canto, defendida y guardada contra el ataque del enemigo.
Los caballeros podrían haber respondido a Flint calificando las tácticas enanas de poco imaginativas, carentes de ingenio. La Torre del Sumo Sacerdote era, en realidad, una obra maestra de diseño astuto. Las seis puertas se abrían a patios cerrados, unos lugares de muerte donde los caballeros, encaramados en lo alto de las murallas, podían despachar a sus enemigos con fuego concentrado. Aquellos que conseguían llegar a las escaleras que conducían a la torre central, se encontraban detenidos por trampas ocultas.
Los que conocen la historia de la Guerra de la Lanza recordarán que los tres portones que se abren a las Alas de Hiddukel y a la llanura solámnica eran en realidad trampas para dragones. El mágico Orbe de los Dragones situado en el centro de la sala donde convergían los corredores atraía con su llamada a los reptiles, engatusándolos para que volaran hacia el interior de la torre, en lugar de atacar desde el exterior. Entonces los mataban los caballeros, que los atacaban desde la seguridad de unos nichos laterales. De ahí el otro nombre de la torre, olvidado por casi todos: Muerte de Dragón. Así es como cayeron muchos dragones perversos en la Guerra de la Lanza.
Habían pasado mucho años desde que Sturm Brightblade había subido solo a las almenas, sabiendo que lo aguardaba la muerte. Se decía que durante la Guerra de la Lanza se habían perdido para siempre los Orbes de los Dragones, o eso era lo que esperaba fervientemente la mayoría de la gente. Los dragones del Mal, que ya sabían el secreto de las defensas de la torre, no se dejarían engatusar para entrar en su trampa mortal y, puesto que estos reptiles tienen una vida muy larga, lo más probable es que el recuerdo de aquellos corredores, empapados con sangre de dragón, impediría que cometieran el mismo error dos veces.
La torre había sido reconstruida tras la guerra, restaurada y modernizada. Con la pérdida de los Orbes de los Dragones, la defensa de la torre central contra los reptiles ya no era efectiva, y las tres verjas de la trampa se habían vuelto más un inconveniente que una ventaja. Los Caballeros de Solamnia habían caído en la cuenta de la razón que tenía el comentario del enano sobre las cancelas de acero. «Es como invitar al enemigo a tomar el té en el salón», había rezongado Flint. Habían tomado medidas para clausurar los tres accesos con «tapones» de granito blanco, esculpidos de manera que semejaban los portones originales.
A continuación de la guerra, la Torre del Sumo Sacerdote pasó a ser el centro de una bulliciosa actividad. Los comerciantes abarrotaban las calzadas en una y otra dirección. Los ciudadanos iban a pedir consejo, asesoramiento, justicia, o ayuda para defender sus ciudades contra merodeadores. Los correos con misiones importantes llegaban a galope tendido hasta sus puertas. Los kenders eran detenidos por el día, se les registraba las bolsas, y se los dejaba en libertad a la mañana siguiente con órdenes estrictas de «seguir camino adelante», a lo que los kenders obedecían alegremente, sólo para ser reemplazados por un nuevo grupo de los suyos.
Durante el verano, los mercaderes instalaban puestos a lo largo de la calzada que venía desde las llanuras hasta el portón principal de la torre. Vendían de todo, desde cintas y pañuelos de seda (para que las damas los ofrecieran como agasajo a los caballeros de su elección), hasta comida, cerveza, vino elfo y (por debajo de cuerda) aguardiente enano.
Se celebraban regularmente torneos, justas, competiciones de tiro al arco, batallas simuladas, ejercicios militares y exhibiciones de destreza a lomos de caballos o dragones, para entrenar a los caballeros jóvenes, mantener en forma a los veteranos y deleitar al público.
Habían sido buenos tiempos para los caballeros... hasta ese verano.