– Esta es Mashenka, mi esposa. La instantánea es bastante mala, pero el parecido no está nada mal. Y aquí tiene usted otra foto, tomada en nuestro jardín. Mashenka es la que está sentada, con el vestido blanco. Hace cuatro años que no la he visto, pero no creo que haya cambiado mucho. Realmente, no sé cómo me las arreglaré para vivir hasta el sábado. ¡Espere! ¿A dónde va, Lev Glebovich? ¡Quédese, por favor!
Con las manos en los bolsillos del pantalón, Ganin se dirigía a la puerta.
– ¿Qué le ocurre, Lev Glebovich? ¿He dicho algo que le haya ofendido?
Se oyó un portazo. Alfyorov se quedó solo, en pie, en el centro de su dormitorio.
– ¡Qué grosería! ¿Qué bicho le habrá picado? -musitó.
3
Aquella noche, como todas las noches, un viejecito envuelto en una capa negra avanzaba lentamente por la acera de la larga y desierta avenida, golpeando el asfalto con el pincho en que terminaba su bastón, mientras buscaba colillas de cigarrillo -de papel o con boquilla dorada o de corcho- y medio deshechas colillas de cigarro. De vez en cuando, bramando como un ciervo, pasaba veloz un automóvil, o bien ocurría algo en que las gentes que caminan por la ciudad nunca se fijan: una estrella, más rápida que el pensamiento, y más silenciosa que una lágrima, cruzaba el firmamento. Más espIendentes y más alegres que las estreIIas, eran las letras de fuego que surgían una tras otra sobre un negro tejado, desfilando en fila india, y se desvanecían de repente en las tinieblas.
"Puede -ser -posible", decían las letras en un discreto susurro de neón, y entonces la noche las borraba de un solo golpe aterciopelado. Y otra vez volvía a aparecer en el cielo: "Puede -ser -".
Y volvían a descender las tinieblas. Pero las palabras, insistentes, se encendían una vez más, y, por fin, en vez de desaparecer inmediatamente, quedaban encendidas durante cinco minutos completos, tal como habían concertado la agencia publicitaria y el fabricante.
Pero, ¿quién puede decir qué es, realmente, lo que destella ahí, en lo oscuro, sobre las casas? ¿El luminoso nombre de un producto o el destello del pensamiento humano? ¿Un signo, una llamada? ¿Un interrogante lanzado al cielo que repentinamente obtiene una respuesta apasionada, deslumbrante como una joya?
Y en esas calles, ahora tan anchas como brillantes mares negros, a última hora de la noche, cuando la última cervecería ha cerrado sus puertas, un ruso abandona el sueño y, sin sombrero ni chaqueta, cubierto con un viejo impermeable, pasea como en trance de vidente. Y a esta hora tardía, por esas anchas calles pasaban mundos absolutamente ajenos entre sí: un juerguista sin juerga, una mujer, o simplemente un caminante, cada cual un mundo aislado, y cada cual un todo de maravillas y desdichas. Cinco viejos carruajes de caballos aguardaban en la avenida junto a la voluminosa forma, con estructura de tambor, de un
En momentos como éste todo adquiere naturaleza fabulosa, todo se convierte en insondablemente problema y la vida parece terrorífica, en tanto que la muerte es todavía peor. Y entonces, mientras uno camina deprisa por la ciudad nocturna, mirando las luces a través de las lágrimas y buscando en ellas gloriosos y deslumbrantes recuerdos de pasada felicidad -un rostro de mujer, que surge del fondo de muchos años de olvido-, de repente, en nuestro loco avance, nos detiene cortésmente un peatón y nos pregunta el camino para llegar a tal o cual calle, nos lo pregunta en voz normal, pero en una voz que nunca más volveremos a oír.
4
El martes por la mañana se despertó tarde, con cierto dolorcillo en las piernas. Clavó el codo en la almohada, incorporándose, y lanzó uno o dos suspiros, sorprendido y maravillado al recordar con deleite lo ocurrido anoche.
La mañana era suave, neblinosamente blanca. Los cristales de la ventana temblaban al impulso de un activo ajetreo.
De un salto abandonó decidido la cama, y comenzó a afeitarse. Hoy, esta tarea le proporcionaba un especial placer. La gente que se afeita se rejuvenece un día todas las mañanas. Hoy, Ganin tenía la impresión de haberse rejuvenecido, exactamente, nueve años. Suavizado por el jabón, el pelo que surgía de su tensa piel crepitaba cuando caía bajo el acero de la hoja de afeitar. Mientras se afeitaba, Ganin movía las cejas, y después, mientras estaba en pie en la bañera y se rociaba el cuerpo con el agua fría de la jarra, sonreía de alegría. Se peinó el húmedo cabello negro, se vistió a toda prisa y salió a la calle.