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Hacía nueve años. Verano de 1915, una casa de campo, tifus. La convalecencia del tifus era pasmosamente agradable. Parecía que uno estuviera tumbado sobre un colchón de aire que se ondulaba constantemente. Cierto era que de vez en cuando le dolía el bazo, y que todas las mañanas venía una enfermera, especialmente traída de San Petersburgo, y le frotaba la insensible lengua, aún adormilada, con un algodón empapado de oporto. La enfermera era una mujer muy baja, de suaves senos y manos pequeñas y competentes. De ella emanaba un olor húmedo y frío, de solterona. Le gustaba emplear en su habla giros campesinos y alguna que otra palabra japonesa aprendida en la guerra de 1904. Tenía cara de campesina, del tamaño de un puño, con marcas de viruela y nariz pequeña. De su cofia no escapaba ni un solo cabello.

Uno yacía como si debajo tuviera aire. A la izquierda, la cama quedaba aislada de la puerta por un biombo de color tostado, en forma ondulada, hecho con cañas. Muy cerca de él, en el rincón de la derecha, estaba la caja de los iconos: tras el vidrio, veía las morenas caras de las imágenes, velas de cera y un crucifijo de coral. Una de las dos ventanas, la más alejada, recibía directamente los rayos del sol, y la cabecera de la cama parecía apoyarse en la pared, para alejarse de ella empujando, en tanto que los pies apuntaban con sus adornos de latón a la otra ventana, y en cada uno de los adornos había una burbuja de luz que parecía capaz de despegar de un momento a otro, para cruzar el aposento y perderse en el profundo cielo de julio por el que se deslizaban hacia lo alto esplendentes e hinchadas nubes. La primera ventana, en la pared de la derecha, se abría sobre un tejado inclinado, de pálido color verde. El dormitorio se encontraba en el segundo piso, y este tejado era el del ala de una sola planta en la que había la cocina y se alojaba la servidumbre. Por la noche, estas ventanas quedaban cubiertas por los blancos postigos.

La puerta detrás del biombo conducía a la escalera, y a lo largo de la misma pared en que se abría la puerta había una brillante estufa blanca y un anticuado palanganero, con cisterna y grifo en forma de pico de ave: se oprimía con el pie un pedal de latón, y del grifo salía un chorrito de agua. A la izquierda de la ventana que daba al tejado, había una cómoda de caoba, con cajones que costaba mucho abrir, y una pequeña cama turca.

Las paredes estaban cubiertas de papel blanco con rosas azulencas. A veces, en estado de semidelirio, uno componía perfiles humanos con las imágenes de estas rosas, o paseaba la vista por el papel procurando que no tropezara con una sola flor, con una sola hoja, buscando caminos en el dibujo, retorciendo el itinerario, deshaciendo camino, yendo a parar a un callejón sin salida, y volviendo a empezar el recorrido sobre el luminoso laberinto. A la derecha de la cama, entre la caja de los iconos y la ventana lateral, colgaban dos cuadros, uno de ellos representando a un gato que tomaba leche de un platillo, y el otro representando un estornino, con auténticas plumas de estornino pegadas al cuerpo, sobre un nido. Junto a la ventana había un mapa de hule que tenía la virtud de soltar, de vez en cuando, un alud de polvillo negruzco. Había más cuadros, desde luego. Sobre la cómoda colgaba una litografía en la que se representaba a un muchacho napolitano con el pecho desnudo. Y sobre el palanganero, un dibujo al lápiz de una cabeza de caballo, con dilatados ollares, sobresaliendo del agua en que el animal nadaba.

Durante todo el día la cama no dejaba de resbalar hacia el ventoso y cálido cielo, y cuando uno se sentaba en ella veía la parte alta de las copas de los tilos dorada por el sol, hilos de teléfono en los que se posaban las golondrinas y parte de la techumbre de madera que cubría el sendero de arena rojiza que llevaba hasta el porche. Del exterior llegaban sonidos maravillosos: cantos de pájaros, distantes ladridos de perros, el gemido de una bomba manual de agua…

Uno permanecía tumbado, flotando, y pensaba en que pronto llegaría el momento de abandonar la cama. Las moscas jugueteaban en un charco de sol. Y del regazo de mi madre saltó una pelota de seda coloreada, como si estuviera viva, y rodó suavemente sobre el suelo de madera de color de ámbar.

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