– Voy a comprar el periódico, Lev Glebovich. ¿Viene conmigo?
– No, gracias -repuso Ganin, y se dirigió a su dormitorio.
Pero cuando cogió la manecilla de la puerta, se quedó inmóvil. Sintió una repentina tentación. Había oído que Alfyorov entraba en el ascensor, el sonido del ingenio descendiendo laboriosamente, lento y ruidoso, y el metálico choque de la parada, al llegar abajo.
Mordiéndose los labios, pensó: "Se ha ido, ¡qué diablos, me arriesgaré!"
El destino quiso que cinco minutos después, Klara llamara a la puerta de Alfyorov para pedirle un sello de correos. La amarillenta luz que se veía a través de los vidrios opacos encima de la puerta parecía indicar que Alfyorov se hallaba en su cuarto. Mientras golpeaba la puerta con los nudillos y la abría un poco, Klara comenzó a decir:
– Aleksey Ivanovich, tiene usted…
Pero detuvo pasmada sus acciones. Ganin se encontraba en pie ante la mesa escritorio, cerrando apresuradamente el cajón. Miró alrededor, mostrando los dientes, empujó con la cadera el cajón, y se irguió.
– Dios mío… -murmuró Klara.
Y, retrocediendo, salió de la estancia.
Ganin salió rápidamente tras ella, apagando la luz, y cerrando la puerta con violencia. Apoyada la espalda en la pared del pasillo en penumbra, Klara miró con horror a Ganin, mientras se oprimía las sienes con sus manos gordezuelas. En voz baja, igual que antes, dijo:
– Dios mío, ¿cómo ha podido atreverse…?
Produciendo un lento murmullo jadeante, el ascensor volvía a subir. Con aire de conspirador, Ganin musitó:
– Ya vuelve.
La mirada fija en Ganin, Klara dijo amargamente:
– No, no le delataré. Sin embargo, no comprendo cómo ha podido atreverse a… A fin de cuentas, Aleksey Ivanovich no se encuentra en mejor situación económica que usted. No, no lo comprendo, es como una pesadilla.
Sonriente, Ganin dijo:
– Vayamos a su habitación, Klara, y, si quiere, se lo explicaré todo.
Klara separó la espalda de la pared y, con la cabeza inclinada, se dirigió, seguida de Ganin, al dormitorio 5 de abril. Estaba caliente y olía a buen perfume. En una estantería en la pared había un ejemplar de
– Nos hemos peleado. Si viene a visitarla, no me llame. Todo ha terminado entre nosotros.
Klara se sentó en el diván, doblando las rodillas y colocando las piernas en él. Se cubrió las piernas con un chal. Ganin se sentó a su lado, apoyó un brazo en el respaldo del diván y prosiguió:
– ¿Supongo, Klara, que no habrá hecho la tontería de imaginar que le estaba robando dinero a Alfyorov? Sin embargo, le confieso que no siento el menor deseo de que él se entere de que he estado revolviendo el cajón de su escritorio.
– Entonces, ¿qué hacía? ¿De qué otra cosa podía tratarse? Jamás hubiera imaginado que fuera usted capaz de hacer esto, Lev Glebovich.
– Es usted una chica graciosa…
Ganin había advertido que los ojos de Klara, grandes, dulces y algo saltones, estaban un poco más brillantes de lo normal, y que sus hombros se alzaban y descendían indicando una excesiva excitación, bajo el negro chal. Ganin sonrió:
– Bueno, pues de acuerdo, supongamos que soy un ladrón. En este caso, ¿por qué se altera usted tanto?
Volviendo la cabeza, Klara dijo en voz baja:
– Por favor, váyase.
Ganin se echó a reír y encogió los hombros.
Cuando Ganin hubo cerrado la puerta, después de salir, Klara se echó a llorar, y lloró durante largo rato. Grandes y brillantes lágrimas aparecían rítmicamente en sus pestañas, y resbalaban formando largos regueros por sus mejillas coloreadas por el llanto. Entre sollozos, murmuró:
– ¡Pobre muchacho! ¡Cuán bajo le ha hecho descender la vida! Pero, ¿qué puedo yo hacer?
En el tabique correspondiente al dormitorio de los bailarines sonó un suave golpe. Klara se sonó y escuchó. Volvió a oír el golpe, suave como el terciopelo, femenino. No cabía duda de que lo había propinado Kolin. Entonces se oyeron carcajadas, y alguien exclamó:
– ¡Alec, oh Alec, basta, basta ya!
Y dos voces iniciaron una conversación íntima, en voz baja.