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– Y, peor aún, yo lo he aceptado. Mire y admire: veinte marcos. ¡Así Dios los maldiga!

El anciano temblaba de la cabeza a los pies, su boca se abría y cerraba, la gris perilla se estremecía, y sus gruesos dedos tabaleaban. Luego lanzó un penoso suspiro y sacudió la cabeza:

– Peter Kunitsyn. Sí, le recuerdo muy bien. En el colegio, era un buen estudiante, el sinvergüenza. Siempre con el reloj en el bolsillo, y siempre puntual. Durante las clases, solía levantar la mano e indicarnos con los dedos los minutos que faltaban para que sonara la campana dándoles fin. En los exámenes finales de secundaria se ganó una medalla de oro.

Pensativo, Ganin dijo:

– Le debe causar una extraña sensación acordarse de esto. A poco que pensemos nos daremos cuenta de que incluso parece extraño recordar cualquier detalle cotidiano, recordar algo ocurrido hace pocas horas, aunque nos sea imposible recordar por entero los días.

Podtyagin le dirigió una mirada penetrante y amable:

– ¿Qué le ocurre, Lev Glebovich? Parece que su rostro haya recobrado la vida. ¿Se ha enamorado otra vez? Pues sí, tal como usted dice, el modo en que recordamos las cosas es muy extraño. Caramba, caramba… ¡Con cuánta felicidad sonríe usted hoy!

– He venido a verle porque tengo motivos para ello, Antón Sergeyevich.

– ¡Vaya! Y lo único que he podido ofrecerle es la presencia de Kunitsyn. En fin, que su personalidad sea un aviso para usted. ¿Qué tal estudiante era usted, Lev Glebovich?

Ganin volvió a sonreír:

– Medianejo. Estudié en la academia Balashov, en Petersburgo, ¿la conoce? -Ganin prosiguió en el mismo tono de voz en que hablaba Podtyagin, como se suele hacer cuando se habla con un viejo-: Recuerdo el patio de la escuela. En él jugábamos al fútbol. Había una pila de leña, bajo un porche, y, de vez en cuando, la pelota iba a dar en la pila y hacía caer un leño.

– Nosotros preferíamos jugar a cosacos y ladrones.

De un modo imprevisible, Podtyagin añadió:

– Y, ahora, todo ha terminado.

– Pues hoy, Antón Sergeyevich, he recordado aquellas viejas revistas que publicaban versos suyos, y también he recordado los bosques de abedules.

El viejo le miró con benévola ironía:

– ¿De veras? ¡Qué estúpido fui! Por culpa de aquellos abedules malgasté mi vida y olvidé el resto de Rusia. Ahora, gracias a Dios, he dejado de escribir poesía. He terminado con ella para siempre. Incluso me da vergüenza escribir la palabra "poeta" en la correspondiente casilla de los formularios oficiales. A propósito, hoy he armado un lío tremendo, y el funcionario hasta se ha ofendido. Mañana he de volver.

Ganin se miró los pies, y dijo:

– En los últimos cursos de secundaria, mis compañeros creían que yo tenía una amante. ¡Y qué amante! ¡Nada menos que una señora de la alta sociedad! Por esto, me tenían un gran respeto. Y yo nunca desmentí esta creencia, ya que, a fin de cuentas, yo mismo había lanzado el rumor.

Podtyagin afirmó con la cabeza:

– Comprendo. En su manera de ser hay algo parecido a la astucia, Lyovushka. Y esto me gusta.

– En realidad, era absurdamente casto, y no me molestaba en absoluto serlo. Estaba orgulloso de ello, era como un secreto. Sin embargo, todos me creían muy experto. Pero también he de decirle que no era un muchacho tímido o pudibundo. Sencillamente me gustaba vivir tal como vivía, y esperar. Y aquellos compañeros de estudios que empleaban palabras procaces y que jadeaban con sólo pronunciar la voz "mujer" eran muchachos sucios, con granos, y manos siempre sudorosas. Los despreciaba por sus granos. Y contaban unas mentiras sublevantes, cuando hablaban de sus aventuras amorosas.

En su voz sin brillo, Podtyagin dijo:

– Por mi parte, debo confesar que me estrené con una criada. Era muy dulce, con ojos grises… Se llamaba Glasha. En fin, así es la vida.

– Pues yo esperé -dijo Ganin en voz baja-. Esperé desde el inicio de mi pubertad hasta los dieciseis años, es decir, unos tres años. Cuando tenía trece años, otro chico de la misma edad y yo estábamos jugando al escondite, y nos encontramos encerrados en un armario. En aquella oscuridad, el muchacho me dijo que había mujeres extremadamente bellas que se dejaban desnudar por dinero. No oí bien el nombre que les daba, y pensé que había dicho "princesutas", como una derivación de princesa, por lo que me formé una deslumbrante y misteriosa imagen de ellas. Pero, luego, no tardé en comprender cuán equivocado estaba, ya que nada atractivo veía yo en aquellas mujeres que se paseaban por la Perspectiva Nevski, meneando las caderas, y que a los chicos de secundaria nos llamaban "lápices". Así es que, después de tres años de orgullosa espera, mi castidad terminó. Fue en verano, en nuestra casa de campo.

– Sí, sí, lo imagino. Bastante común. Los dulces dieciséis años, y amor en el bosque.

Ganin le dirigió una mirada de curiosidad:

– ¿Es que hay algo más bello que esto, Antón Sergeyevich?

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