Dentro, se había montado un escenario, se habían dispuesto filas de sillas, las luces iluminaban las cabezas y los hombros de los presentes, dando destellos a sus pupilas, y el aire olía a caramelo y gasolina. Había acudido mucha gente. Al fondo se agrupaban los campesinos, en medio estaban los veraneantes de las dachas, y delante, sentados en los blancos bancos sacados del parque de la mansión, había unos veinte pacientes del hospital militar instalado en el pueblo, todos ellos silenciosos y quietos, con manchas sin pelo en sus gris-azuladas y redondas cabezas peladas. Aquí y allá, en las paredes adornadas con ramas de abeto, se veían grietas tan anchas que a su través se vislumbraba la noche estrellada, así como las negras sombras de los chicos del pueblo que se habían subido a las altas pilas de leños.
El cantante llegado de San Petersburgo, hombre esbelto, con cara de caballo, lanzó una cavernosa nota, y el coro de la escuela del pueblo, obedeciendo el melodioso vibrar de un diapasón, inició su canto.
En el cálido resplandor amarillo, entre los sonidos que adquirían forma visible en los pliegues de los plateados y carmesíes pañuelos de cabeza, móviles pestañas, negras sombras en las traviesas de la techumbre, sombras que se movían cuando soplaba la brisa nocturna, entre todas las cabezas y hombros que atestaban el granero, en el resplandor y entre los sones de la música popular, Ganin sólo veía una cosa. Tenía la vista al frente, fija en una trenza castaña, con un lazo negro, algo desgastado en los bordes, y sus ojos acariciaban el oscuro, suave, femenino lustre del cabello junto a la sien de la muchacha. Cuando la muchacha volvía el rostro a un lado, para dirigir a la amiga que la acompañaba una de sus rápidas y sonrientes miradas, Ganin también podía ver el intenso color de su mejilla, parte de un destellante ojo tártaro, y la delicada curva de una de las aletas de la nariz, estremeciéndose delicadamente al compás de su risa. Luego, cuando el concierto hubo terminado, el cantante de San Petersburgo se fue en el gran coche del propietario del molino, coche que proyectaba una misteriosa luz sobre la hierba, y que con sus faros despertó a un dormido abedul, y, después, al puente sobre el riachuelo. Entonces, el grupo de veraneantes, con alegre revoloteo de blancos vestidos, se alejó en la azulenca oscuridad, por los campos cubiertos de húmedo trébol, y alguien encendió un cigarrillo en la oscuridad, protegiendo la llama de la cerilla con las ahuecadas palmas de las manos. Ganin, en un estado de solitaria excitación, regresó a pie a su casa, empujando por el sillín la bicicleta, cuyas ruedas producían un leve sonido de engranaje.
En una de las alas de la casa, entre la bodega y el dormitorio del ama de llaves, había un amplio y anticuado retrete, cuya ventana se abría a una descuidada zona del jardín, en la que, a la sombra de una techumbre metálica, un par de negras ruedas sobresalían del brocal de un pozo, y un canalillo de madera surcaba la tierra, entre las peladas y retorcidas raíces de tres grandes álamos. Los cristales policromos de la ventana representaban un caballero de barba terminada en ángulos rectos, y de poderosas piernas, que resplandecía de un modo extraño a la débil luz de la lámpara de parafina, con reflector de hojalata, que colgaba junto a la gruesa cuerda cubierta de terciopelo. Uno tiraba de esta cuerda, y de las misteriosas profundidades del tronco de roble surgía el sonido de agua corriente y de huecos movimientos de succión. Ganin abrió la ventana y se subió al alféizar. La cuerda cubierta de terciopelo se balanceó suavemente, y el cielo estrellado que divisó por entre los álamos le dio ganas de exhalar un suspiro. El momento en que se sentó en el alféizar de la ventana de aquel lúgubre retrete, y pensó que probablemente jamás, jamás, jamás, llegaría a conocer a la muchacha del lazo negro en la parte posterior de su delicado cuello, y esperó en vano a que un ruiseñor comenzara a cantar en los álamos, como en un poema de Fet, este momento era el momento que Ganin consideraba el más importante de su vida.