El día siguiente, miércoles, por la mañana, Erika introdujo su zarpa en la habitación 2 de abril, y arrojó al suelo un sobre color malva. Con indiferencia, Ganin reconoció la letra grande, vulgar y muy regular. El sello había sido pegado al revés, y el grueso pulgar de Erika había dejado su grasienta huella en uno de los ángulos. El sobre estaba impregnado de perfume, y Ganin pensó que perfumar una carta era algo parecido a rociarse con esencia los zapatos para cruzar la calle. Hinchó las mejillas, lanzó un bufido, y se metió el sobre en el bolsillo, sin abrirlo. Pocos minutos después, lo extrajo, le dio un par de vueltas entre los dedos y lo arrojó sobre la mesa. Luego paseó por la estancia, cruzándola un par de veces.
En la pensión todas las puertas estaban abiertas. Los sonidos de los trabajos caseros de la mañana se mezclaban con el ruido de los trenes, que aprovechaban las corrientes de aire para atravesar más rápidamente todas las habitaciones. Ganin, que se quedaba en casa por las mañanas, solía barrer su habitación y hacerse la cama. Ahora, de repente, se dio cuenta de que aquél era el segundo día que no limpiaba su dormitorio. Salió al pasillo, en busca de una escoba y un plumero. Con un cubo en la mano, Lydia Nikolaevna se deslizó a su lado, como un ratón, y, al pasar, le preguntó: -¿Le ha dado Erika la carta?
Ganin afirmó en silencio, y cogió un cepillo de largo mango, que descansaba encima de la cómoda. En el espejo del vestíbulo, vio, reflejado, el interior del cuarto de Alfyorov, cuya puerta estaba abierta de par en par. En la soleada habitación -aquel día, el tiempo era maravilloso-, un cono de radiante polvo cruzaba el ángulo de la mesa escritorio, y Ganin imaginó con angustiosa claridad las fotografías que, primeramente, le había mostrado Alfyorov, y que, luego, había examinado a solas, con tanta emoción, hasta que Klara le impidió seguir haciéndolo. En aquellas fotos Mashenka era exactamente tal como la recordaba, y ahora le parecía terrible que su pasado estuviera encerrado en el cajón de otro hombre.
El reflejo en el espejo se desvaneció con un portazo, cuando Lydia Nikolaevna salió de la estancia y emprendió el recorrido del pasillo a pasitos cortos.
Con el cepillo en la mano, Ganin regresó a su dormitorio. Sobre la mesa reposaba el rectangular cuadrángulo color malva. En una rápida asociación de ideas, provocada por el sobre y por el reflejo de la mesa escritorio en el espejo, recordó aquellas viejas cartas que guardaba en una cartera negra, en el fondo de la maleta, junto con la pistola automática que se había traído de Crimea.
Cogió el sobre alargado, abrió de un codazo la ventana, y con sus fuertes dedos rasgó en cruz la carta, rompió las porciones en porciones más menudas, y las arrojó al viento. Lanzando reflejos, los copos de nieve de papel descendieron volando al soleado abismo. Un fragmento se posó en el alféizar, y en él leyó Ganin porciones de mutiladas líneas:
De un manotazo lo arrojó al patio que olía a carbón, a primavera y a anchos espacios abiertos. Aliviado, encogió los hombros y comenzó a limpiar el dormitorio.
Luego, oyó cómo los restantes pupilos regresaban, uno tras otro, para almorzar. Oyó la alta risa de Alfyorov, y también oyó cómo Podtyagin musitaba algo suavemente. Y poco después, Erika salía al pasillo y atizaba el correspondiente golpe al gong.
Mientras se dirigía al comedor, coincidió en el pasillo con Klara, quien le dirigió una aterrorizada mirada. Ganin esbozó una sonrisa tan amable y hermosa que Klara pensó: "¡Qué importa que sea ladrón! ¡No hay nadie que se le pueda comparar!" Ganin abrió cortésmente la puerta; Klara bajó la cabeza y pasó ante él, entrando en el comedor. Los otros ya estaban sentados en sus lugares, y Lydia Nikolaevna, sosteniendo en una de sus minúsculas manos una formidable sopera, servía tristemente sopa con la otra.
Podtyagin tampoco había tenido éxito aquel día. Realmente, el pobre viejo no tenía la suerte de cara. Los franceses le habían dado permiso para entrar en su país, pero los alemanes, por ignoradas razones, no le dejaban salir del suyo. Entre una cosa y otra, ahora tan sólo le quedaba el dinero suficiente para pagar los gastos de viaje, y si aquel lío burocrático duraba una sola semana más, Podtyagin tendría que comenzar a gastar el dinero en subsistir, con lo cual no le llegaría para efectuar el viaje a París. Mientras se comía la sopa, Podtyagin explicó, en términos de exagerada jocosidad, en modo alguno alegre, cómo le habían mandado de un departamento a otro, cómo había sido incapaz de explicar lo que quería, y cómo, por fin, un fatigado y exasperado funcionario le había echado a gritos.
Ganin alzó la vista y dijo:
– Si me lo permite, mañana le acompañaré, Antón Sergeyevich. Me sobra tiempo. Le ayudaré a entenderse con ellos.
El alemán de Ganin era, realmente, muy bueno. Podtyagin replicó:
– Gracias, hombre, se lo agradezco.