Mashenka tenía adorables cejas siempre en movimiento, piel morena, cubierta de una finísima y lustrosa pelusa que daba un matiz especialmente cálido a sus mejillas; las aletas de su nariz se movían mientras hablaba entre cortas carcajadas, sin dejar de chupar una brizna. Hablaba deprisa, con voz grave, con inesperados tonos pectorales, y en la base del cuello se le movía un hoyuelo.
Hacia el atardecer, Ganin acompañó a Mashenka y a sus amigas al pueblo, a lo largo de un sendero, cubierto de hierbajos, que cruzaba el bosque. En el momento en que pasaban ante un viejo banco con una pata rota, Ganin les dijo muy serio:
– Los macarrones crecen en Italia, y, cuando son pequeños, les llaman
Quedaron en que, el día siguiente, las llevaría a las tres de paseo en barca. Pero Mashenka compareció sola. Ya en la débil y móvil plataforma sobre el agua, Ganin quitó la ruidosa cadena con que la barca estaba amarrada. Se trataba de una pesada embarcación de caoba. Quitó la lona que la cubría, atornilló los topes de los remos, extrajo éstos de la larga caja y colocó en el soporte de acero el gobernalle del timón.
A lo lejos, se oía el constante rumor del agua del molino. Cabía distinguir desde allí la espuma que el agua producía en su caída y el resplandor dorado-rojizo de los troncos de los pinos que flotaban cerca del salto.
Mashenka se sentó al timón. Apoyando uno de los garfios en la plataforma, Ganin empujó la barca hacia fuera y comenzó a remar lentamente, al hilo de la orilla, donde densos arbustos provocaban en el agua reflejos negros y nubes de libélulas de color azul oscuro revoloteaban de un lado para otro. En zig-zag, para evitar las islillas de algas, como un brocado, penetró en la boca del río, mientras Mashenka sostenía en una mano los dos extremos del cordel del timón, y mantenía la otra en el agua, intentando arrancar las brillantes puntas amarillas de los lirios. Mashenka iba frente a él, sentada en popa, y se acercaba y alejaba alternativamente, con su chaqueta azul marino, que dejaba ver una fina blusa que respiraba al unísono con ella.
Ahora, el río reflejaba el pardo color de la tierra, en la orilla izquierda, en la que, más arriba, crecían pinos y oscuros arbustos racimosos. En la roja tierra escarpada de la orilla había fechas y nombres grabados, y, en un lugar, alguien, hacía diez años, había grabado un gran rostro con pómulos prominentes. Contrariamente, la orilla derecha formaba una suave cuesta, con purpúreas manchas de brezo entre los abedules. Una fresca oscuridad envolvió la barca cuando pasó bajo el puente. Desde arriba, llegó a sus oídos el pesado sonido de cascos y ruedas, y, cuando la barca salió deslizándose en las aguas de bajo el puente, la deslumbrante luz del sol reverberó en las puntas de los remos, e iluminó el carro cargado de heno que estaba cruzando el puente y una verde ladera coronada por los blancos pilares de una casa de campo alejandrina. Luego, un oscuro bosque llegaba hasta las aguas, en una y otra orilla, y la barca entró con un leve murmullo en la zona de plantas fluviales.
En casa nadie se enteró, y la vida prosiguió su amable curso, conformada a las conocidas costumbres veraniegas, apenas influenciada por la lejana guerra que ya duraba un año. Unida por un pasillo cubierto a una de las alas de la mansión, la vieja casa verde grisácea, de madera, con vidrios policromos en sus mellizas galerías, miraba hacia el lindero del parque y los anaranjados dibujos de los senderos del jardín, que enmarcaban la exuberancia de la negra tierra de los parterres. En la sala de estar, con sus blancos muebles, los tomos marmóreos de viejas revistas encuadernadas reposaban sobre la mesa cubierta con paño bordado con rosas, y el amarillo suelo de madera parecía rebosar del inclinado espejo en marco ovalado, y los daguerrotipos de las paredes parecían escuchar, cuando el piano vertical revivía sonoramente. Al atardecer, el alto mayordomo con chaqueta azul y guantes de algodón transportaba a la galería una lámpara de pantalla de seda, y Ganin regresaba a casa para tomar el té en la iluminada galería, con estera de esparto, y los negros laureles junto a los peldaños de piedra que conducían al jardín.
Ahora veía a Mashenka todos los días, al otro lado del río, donde la desierta y blanca mansión se alzaba sobre la verde colina, y donde probablemente había otro parque, mayor y más selvático que aquel que rodeaba la casa de su familia.
En la parte frontal de aquella otra mansión, bajo los tilos, en una ancha terraza sobre el río, había unos cuantos bancos y una mesa de hierro, con un orificio en el centro, para que por él escapara el agua de la lluvia. Desde allí, uno podía ver, a lo lejos, otro puente que cruzaba un meandro de aguas espumeantes en verde, y la carretera que conducía a Voskresensk. La terraza era el lugar favorito de los dos.