Читаем Mashenka полностью

– No lo sé, querida. Si lo supiera se lo diría. También yo trabajé. Fundé una revista, aquí. Y de este esfuerzo, nada me ha quedado. Sólo ruego a Dios que me permita ir a París. Allí hay más libertad que aquí, y la vida es más fácil. ¿Qué cree, podré ir a París?

– ¡Claro que sí, Antón Sergeyevich! Mañana se le solucionarán todos los problemas.

– Allí la vida es más libre… y más barata -dijo Podtyagin, mientras con la cucharilla cogía una porción de azúcar que no se había disuelto, pensando que en aquel poroso pedazo de azúcar había algo entrañablemente ruso, algo parecido a la nieve fundiéndose en primavera.

8

Desde el punto de vista de las ocupaciones cotidianas, los días de Ganin eran más vacíos desde que había roto sus relaciones con Liudmila, pero, por otra parte, ahora el no tener nada que hacer había dejado de aburrirle. Estaba tan absorto en sus recuerdos que no se daba cuenta del paso del tiempo. Su sombra se alojaba en la pensión de Frau Dorn, mientras su verdadera persona se encontraba en Rusia volviendo a vivir sus recuerdos como si fueran realidad. Para él, el tiempo se había convertido en el fluir de los recuerdos que iban acudiendo gradualmente a su memoria. Y pese a que sus amores con Mashenka, en aquellos lejanos tiempos, no habían durado solamente tres días, o una semana, sino mucho más, no notaba Ganin discrepancia alguna entre el transcurso del tiempo real y el de aquel otro tiempo en el que revivía el pasado, debido a que su memoria no tenía en cuenta todos los instantes, y prescindía de los períodos que no merecían ser recordados, iluminando únicamente los momentos relacionados con Mashenka. De esta manera no se daba discrepancia alguna entre el curso de la vida pasada y el de la vida presente.

Parecía que su pasado, en aquella forma perfecta que había adoptado, discurriera con regularidad por el cauce de su cotidiano vivir en Berlín. Fuera lo que fuese lo que Ganin hiciera ahora, aquella otra vida se adaptaba constantemente a ello.

No se trataba de simples recuerdos, sino de un vivir mucho más real, mucho más intenso que el de su sombra en Berlín. Eran unos maravillosos amores que iba desarrollando con auténtico cariño.

Hacia la segunda semana de agosto, en el norte de Rusia ya hay ciertas características otoñales en el aire. De vez en cuando, una hoja pequeña y amarilla cae de la copa de un abedul; los anchos campos, después de la cosecha, tienen una esplendorosa vaciedad otoñal. A lo largo del lindero del bosque, allí donde la tierra queda cubierta por la alta grama, esplendente al viento, que ha escapado a la guadaña de los segadores, embrutecidas abejas duermen sobre los almohadones que para ellas son las oscuras flores de la escabiosa. Y, entonces, una tarde, en el pabellón del parque…

Sí, el pabellón. Se alzaba sostenido por postes de madera medio podridos, sobre una hondonada, y a él se llegaba, por ambos lados, a lo largo de dos puentes cubiertos de una resbaladiza capa de agujas de pino.

En sus pequeñas ventanas en forma de diamante había cristales multicolores. De manera que si uno miraba a través de un cristal azul el mundo parecía helado en trance lunar; a través de un cristal amarillo, todo parecía extremadamente alegre; mirando por el cristal rojo, el cielo era de color de rosa, y el follaje oscuro como el borgoña. Había algunos cristales rotos, con sus cortantes bordes unidos por telarañas. El interior del pabellón estaba pintado de blanco. Los veraneantes de las vecinas dachas que ilegalmente entraban en el parque de la finca habían escrito palabras a lápiz en las paredes y en la mesa plegable.

Un día, Mashenka y dos de sus amigas, bastante feúchas, también penetraron en el pabellón. Primeramente, Ganin las alcanzó en el sendero que avanzaba siguiendo el margen del río, y pasó tan cerca de ellas, con la bicicleta, que las amigas de Mashenka se apartaron dando gritos. Casi rodeó el parque, y luego lo cruzó por la parte media. Por entre las hojas, desde lejos, vio cómo entraban en el pabellón. Dejó la bicicleta apoyada en el tronco de un árbol, y fue allá.

En voz lenta y ruda, dijo:

– Esto es propiedad privada. Incluso hay un cartel que lo dice, en la verja.

Nada contestó Mashenka, limitándose a mirarlo con rasgados ojos traviesos. Indicó con el dedo, Ganin, una de las medio borradas frases escritas a lápiz, y dijo:

– ¿Sois vosotras las que habéis escrito esto?

La frase decía: "El día tres de julio, Mashenka, Lida y Nina, aguardaron en este pabellón a que pasara una tormenta de rayos y truenos."

Las tres se echaron a reír, y él también rio. Se sentó en la mesa junto a la ventana, y se quedó allí balanceando las piernas. Con disgusto, advirtió que se había rasgado el negro calcetín, a la altura del tobillo. Bruscamente, Mashenka indicó el rosado orificio en la seda, y dijo:

– Mirad… ¡Ha salido el sol!

Hablaron de las tormentas con rayos y truenos, de los veraneantes de las dachas, del tifus que él acababa de pasar, del gracioso estudiante en el hospital militar y del concierto.

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